Péndulo fatal

Cuando el que esto firma era un niño e, incluso cuando ya había cruzado el tembladeral de la adolescencia y comenzaba a ser un adulto muy joven, sufría la hipocresía social. Esa que imponía la supuesta buena educación que prohibía expresar con libertad sus opiniones acerca del mundo circundante. No estaba bien visto usar la franqueza y la posteriormente llamada "honestidad brutal".


Por Enrique Pinti |  Para LA NACION

Lo que irritaba era el doble discurso de, por ejemplo, reírse del gordo, del muy flaco, del dientudo, del narigón, del homosexual o del extranjero, pero no asumiéndolo públicamente. Así se dejaba ese "disfrute" para los círculos íntimos, o sea las barras bravas del café de la esquina o la peluquería del barrio (de damas y caballeros, que quede claro). En esos reductos, que iban de la feria a la partida de canasta para las señoras, según su condición social y del tablón de la cancha al club social para los varones con las mismas características de clase, se podía destrozar al prójimo; decir que los artistas eran unos degenerados; los boxeadores, brutos salvajes; los homosexuales, corruptores de menores; los maridos o tenorios, aburridos; las esposas, frígidas o patéticamente celosas.

Los maestros siempre tenían razón y nadie admitía la más mínima crítica a sus, a veces, exageradas disciplinas. Ni hablar del maltrato físico y las tremendas palizas que padres y madres propinaban a muchos hijos, que vivieron momentos de amargura y dolor por golpes e insultos que ensombrecieron su infancia, que tardaron décadas en procesar esas situaciones y tratar de olvidar y perdonar semejantes barbaridades.
En esa misma "época de oro" del decoro, las buenas maneras y el amor familiar era habitual sentencias de "padres modelo" (no modelo de padres) como, por ejemplo: "prefiero que mi hijo sea ladrón y hasta asesino, que maricón". Por supuesto, muchos años después algunos de aquellos padres y madres negaron haber dicho semejante barbaridad y dijeron lo que se dice cuando un gobierno es horroroso, caótico y corrupto: "yo no lo voté". Así buscaron siempre la vereda del sol que les permitiera una corrección política de acuerdo a los cambios, muchas veces drásticos, que sufren las sociedades.
Claro que aquellas épocas tenían sus cosas positivas y reflejaban costumbres ancestrales que tenían su lado bueno y su costado nefasto. Pero, como todo lo excesivo, no racional, marginador y fanáticamente sordo a todo tipo de piedad y comprensión, cuando el modelo se agota en sí mismo, deja de representar, aunque sea en forma simbólica a los nuevos conceptos. Esos que han sido fruto de los cambios que provocan las grandes conmociones sociales. De esta manera, los extremos contrarios explotan con la furia de lo que ha sido reprimido por la fuerza. Y es así que se llega a situaciones no deseadas por los que quieren cambiar, evolucionar civilizadamente y no destruir por destruir; faltar el respeto a los mayores; pegar a los maestros; no cumplir una sola regla de solidaridad, de tránsito, de consideración al prójimo; ofender a viva voz a todo el que no piense como ellos; considerar legal robar y apoderarse de lo ajeno; producir ruidos molestos que no dejan conciliar el sueño a sus vecinos; comprar mascotas para los nenes en vacaciones y luego abandonarlos en rutas, playas y calles donde se convierten en jaurías peligrosas; hacer de los encuentros deportivos masacres llenas de violencia y muerte por el simple hecho de un gol mal cobrado; destruir calles y plazas con inmundicias y suciedades inadmisibles y hacer de nuestra existencia un verdadero infierno.
La búsqueda del equilibrio es la tarea más ardua para los pueblos y el pendular movimiento de ir de un exceso a otro ha sido, es y será uno de los peligros más terribles que debemos enfrentar.
Sólo se consigue un poco de paz logrando, al menos, en nuestro círculo más íntimo el ejercicio del respeto por el otro.

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