Cuando se abusa del patriotismo

Cuando la Unión Soviética se disolvió en 1991, el experto ruso Georgi Arbatov le pidió disculpas a Estados Unidos en nombre de su clásico rival "por haberlo dejado sin enemigo". Había en esta frase algo de ironía, pero también algo de verdad. Cuando es vigoroso, el enemigo despierta nuestras energías, que quizás estaban dormidas. Si una amenaza viene de adentro, dividiéndonos, nos debilita. Pero si viene de afuera, es una bofetada que, recordándonos nuestro destino común, nos fortalece. ¿Cuántas veces las guerras han movilizado el patriotismo de las naciones? ¿Cuántas veces estas movilizaciones fueron una salvación y cuántas veces fueron una tragedia?


Por Mariano Grondona | LA NACION

El patriotismo es el instinto de supervivencia de una nación que se reactiva cuando se siente en peligro. En circunstancias extremas, cuando se pone en riesgo la vida o la independencia de una nación, ésta apela al patriotismo. El poder de convocatoria del patriotismo es prácticamente universal. Solamente los extranjeros, los enemigos o los traidores son ajenos a él. Tal fue el caso, por ejemplo, en nuestra guerra de la Independencia. Es en estas circunstancias extraordinarias que los conceptos de "patria" y "nación" se emparejan casi hasta identificarse, como si fueran sinónimos.
Pero la vecindad de "patria" y "nación" como conceptos se presta, asimismo, a confusiones. A veces es fuerte la tentación de identificarlos indebidamente o, dicho de este otro modo, de introducir por la puerta de atrás de una nación la mística, la motivación, que corresponden a la patria. La animosidad que despierta entre nosotros el conflicto con los fondos buitre, ¿dónde la pondríamos? ¿Es una auténtica defensa del interés nacional amenazado o es sólo una ficción conveniente para el Gobierno? ¿Nos atacan o hacemos como que nos atacan?
Cuando atraviesan situaciones de impopularidad, los gobiernos son particularmente sensibles a estas distinciones. Por eso se ha creado entre nosotros una situación delicada. De un lado, según las encuestas de opinión, el Gobierno está perdiendo. Del otro, está recuperando algún terreno gracias, precisamente, a su postura aparentemente hostil para con los buitres. Si los buitres son los enemigos de la patria, promete réditos políticos considerables denunciarlos como si atentaran contra el interés nacional.
Quizás ha llegado el momento de distinguir entre patriotismo y nacionalismo. Cuando la nación corre peligro, suena la hora del patriotismo. El nacionalismo, por su parte, es, apenas, una inclinación por lo que uno entiende de buena fe que son las conveniencias de la nación, en principio discutibles y expuestas al debate. La falla es aquí sublimar el nacionalismo y elevarlo de categoría hasta convertirlo en patriotismo, agregándole los ingredientes místicos, casi religiosos, que la patria contiene, pero no la nación. Se da la vida por la patria, pero se hace, en cambio, lo que cada uno cree que es conveniente para la nación. Ésta admite, por su parte, focalizaciones geográficas o sectoriales, diferencias de matices, rupturas y alianzas que dan lugar, además, a legítimas distinciones individuales. También es legítimo, en cierta medida, pensar en la propia familia, hasta pensar en sí mismo.
Lo malo es cuando se pretende atribuir a las naciones las dimensiones de la patria. Hablar de patria cuando sólo está en juego la nación o, menos aún, uno de sus intereses sectoriales, es un abuso de la retórica, es simplemente una exageración. Las exageraciones enfatizan los intereses particulares y, cuando lo hacen, a la corta o a la larga, debilitan incluso su propio impacto. ¿Sería posible intentar aquí una suerte de desdramatización del debate público, un desarme que implicara entre los contrincantes el imperio de nuevas reglas de convivencia retórica, la consagración de un nuevo código de intercambio de nuestras convicciones y nuestras preferencias?
Decía San Agustín que la regla que debiera presidir nuestros debates es la búsqueda de la verdad, el reconocimiento de la libertad y, en todo, la gravitación de la caridad. Lo que debiera unirnos es el amor a la verdad y, después, el amor a la patria. Más abajo, las inclinaciones por la nación y el respeto por el otro, pero todo ello sin desmedro del dinamismo creativo de las ideas. Y dejando siempre su lugar a las innovaciones.
Lo peor de todo es la pasividad, la indiferencia. El ideal de la Argentina como sociedad debiera ser un intercambio tan intenso de puntos de vista que llegara a temer una ruptura y que, cuando ella arribara a un pico casi insoportable de tensión, llegara en última instancia el alivio de una breve convivencia, pronta a reasumir casi sin respiro la agitada culminación de su vitalidad. "Estamos vivos": éste debiera ser nuestro íntimo mensaje.

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