La dramática carrera entre la guerra y la paz

Es como si el espíritu de la paz y el espíritu de la guerra estuvieran librando una reñida carrera. A cada avance de uno de los contendientes corresponde otro de su rival, y el final es aún incierto. Las últimas dos versiones de esta dramática competencia fueron, de un lado, el bombardeo en Irak y, del otro, su condena por parte del papa Francisco. La fuerza bruta frente a la fuerza moral. Sabemos quién tiene la razón en esta contienda, pero nadie nos asegura, al mismo tiempo, que el que tiene razón va a ganar. La historia juega a cara o ceca con los resultados, con prescindencia de su mérito moral. Si no fuera así, el mundo que habitamos sería lo que no es: un mundo en donde necesariamente los buenos ganarían y los malos perderían. Pero tampoco los buenos necesariamente pierden, porque las batallas de la historia están sujetas a una ley que supera a las victorias y a las derrotas al mismo tiempo: la ley de la indeterminación de los resultados.


El problema es que, aunque queremos ganar, también queremos tener razón. Un día, Stalin le preguntó a Churchill: "¿Cuántas divisiones tiene el Papa?" Tenía, por supuesto menos divisiones que Stalin. Sin embargo, fue el Papa quien ganó. Pero asimismo pudo haber perdido. A veces ganamos y veces perdemos pero, ganemos o perdamos, siempre estamos obligados a optar. Este es el dilema final, inescapable, de nuestra libertad.
Puesto en otros términos, el problema es que tenemos que optar en condiciones de incertidumbre. Si soy exitista, perseguiré la salida que más promete. Pero, como ahí también me puedo equivocar, ¿optaré en cambio por la salida más recta, moralmente preferible, sin detenerme en sus posibilidades prácticas de realización?
Podríamos "encarnar" estas dos opciones en dos personajes concretos. Digamos por ejemplo Vladimir Putin, encarnación actual de Maquiavelo cuyo criterio dominante es la persecución despiadada del poder y el propio Francisco, que insiste en la opción moral contra viento y marea. ¿Por cuál de ellos nos inclinaríamos? ¿Por Maquiavelo o por Francisco? ¿Por triunfar en el mundo o por salvarnos de él? En el Evangelio figura a este respecto una frase misteriosa: "El que quiera salvar su alma la perderá, y a quien no le importe perderla, la salvará". Con esta expresión enigmática hemos entrado en el reino de la paradoja.
La palabra "paradoja" se refiere a un término compuesto en cuyo centro está "doxa", en griego "opinión". La paradoja es una opinión que, si al pronto nos parece rara, contradictoria, esconde en el fondo una verdad. Es una opinión "irrazonable". Un autor como Chesterton, por ejemplo, fue un incansable buscador de paradojas. La realidad, fue su lección, tiene una estructura paradójica porque no todo es lo que parece ser. Hay una diferencia abismal, en suma, entre la esencia y la apariencia. El necio se contenta con las apariencias. El sabio, sigue cavando.
Otra manera de explorar este contraste es oponer las personas utópicas a las personas prácticas. De acuerdo con la definición de Quevedo, "utopía" significa que "no hay tal lugar", de "u", negación, y "topos", "lugar", mientras que las personas prácticas aman lo concreto. Putin, por ejemplo, sería una persona eminentemente práctica en su búsqueda obsesiva del poder, en tanto que Francisco viajaría en pos de la salvación de las almas, su propia utopía. En el fondo de ambos también gravitaría, sin embargo, un modelo opuesto. ¿O no animaría acaso a Putin la vieja utopía de la Madre Rusia, mientras que a Francisco lo acechan las mil dificultades prácticas de la administración de la Iglesia en Roma? ¿Existen por consiguiente modelo "puros" de utopía o de administración?
Quizás el error consista, en esta materia, en buscar certezas. La paradoja consistiría, aquí, en creer que en el fondo nos esperaba, deslumbrante, la evidencia que andábamos buscando. ¿Y si no es así? ¿Y si nuestro a destino es navegar en un mar de dudas? Pero aquí surgiría otra contradicción. ¿Qué sentido tendría por ejemplo buscar la verdad con la sospecha fundada de que ella es inalcanzable? ¿Son conciliables el ansia de verdad con los temblores del escepticismo?
Y sin embargo, seguimos y seguiremos buscando. Si miramos hacia atrás, es inmenso lo que el ser humano ha obtenido detrás de su obsesión de saber. Con esta peculiaridad: cuanto más averiguaba, más ignoraba. Su búsqueda incesante es, en este sentido, la mayor de sus paradojas: cuanto más sabe, más ignora. Cuanto más come, más necesita comer. En el Barrabás del Premio Nobel sueco Pär Fabien Lagerkvist se cuenta una historia según la cual Dios es un viejito bondadoso que, ante una rebelión de los habitantes del Limbo que le exigen dar cuenta de lo que hizo al crearlos, les responde: "De lo único que quise asegurarme es de que nunca estuviesen satisfechos".

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