Un desafío que debemos enfrentar

El 10 de diciembre de 2015 vencerá el segundo mandato presidencial de Cristina Kirchner, quien, después de dos períodos presidenciales consecutivos, ya no podrá ser reelegida. En un año, pues, Cristina dejará la presidencia, cerrando el ciclo del kirchnerismo en el poder, que se inició el 25 de mayo de 2003 con su esposo, Néstor, hace doce años.


Por Mariano Grondona | LA NACION

Desde el punto de vista cronológico, pues, nos hallamos cerca de un cambio trascendental para un país presidencialista como el nuestro. Esta significativa comprobación estadística choca sin embargo con el vacío político que la acompaña. ¿Qué vendrá después del kirchnerismo? Nadie sabría decirlo. Aunque difícilmente, suponemos, a la nada de Cristina deba sucederla forzosamente otra nada equivalente. Y sin embargo?
"Después de mí, el diluvio", solía decir el rey francés Luis XV. ¿Qué vendrá después de Cristina? En 1789 sobrevino, después de Luis, el "diluvio" de la Revolución Francesa. ¿Sería nuestro propio diluvio equivalente? ¿Habrá, al fin, una reacción enérgica y, como tal, no prevista en un país tentado por la medianía como el nuestro?
La presidencia de Cristina giró en todo caso en torno de una contradicción central. De un lado, ocupó sin concesiones el sitial del poder y no dejó, por lo tanto, que nadie lo compartiera. Del otro, el suyo fue un empeño solitario, huérfano de inspiración, vacío de contenido. Un poder sin proyecto. En resumidas cuentas ¿una aventura a ciegas?
Hay por lo visto dos percepciones opuestas sobre nuestro porvenir. Existen aquellos que aún guardan la intuición épica de Ortega y Gasset según la cual a los argentinos "no nos sabría una historia sin triunfos", y están aquellos que sospechan, al contrario, que después de algunas escaramuzas nos rendiríamos sin combatir. Nuestro destino vacila entre estos extremos. De un lado, la gloria. Del otro, la nada.
Que estemos tan cerca y a la vez tan lejos de la fecha mencionada habla por otra parte de la esencial ambigüedad de esta edad argentina en la que estamos inmersos. Todavía no somos. En un tiempo seremos. Como sociedad, sin embargo, pareciera que difícilmente nos resignaremos a ser poca cosa, a no ser casi nada. Este "ser que pretendemos", por otra parte, ¿es individual o es colectivo? ¿Hasta qué punto el éxito de nuestra generación debería reflejarse en el resto, en las generaciones que la rodean?
Habría que subrayar aquí que los tiempos de apogeo en la historia son aquellos en los cuales los protagonistas se estimulan unos a los otros, animados por una suerte de frenesí simultáneo y a veces sin concierto previo. Son los tiempos inexplicables de las edades de oro que caracterizan de cuando en cuando a una época o a una nación. Una nación, por otra parte, no es un conjunto de individuos que coinciden en el tiempo o en el espacio o que se encuentran aunados por un desafío común. Es, más que eso, un llamamiento del destino ante una ocasión dada que encierra, a su vez, el desafío de ser o no ser. Las naciones llamadas a ser frente a un desafío pueden rehuirlo o enfrentarlo, pueden incluso ganar o perder, pero si enfrentan los desafíos que les propone la historia, ganen o pierdan tendrán la ocasión de luchar. Lo que no habría que hacer es luchar solamente para vencer, como si perder no trajera consigo los beneficios extraordinarios de los que luchan en medio de circunstancias contradictorias.
Quizás en esta lista de salidas posibles cabría incluir un ingrediente. Charles de Gaulle incluyó en sus memorias un capítulo trascendental. Lo tituló "La esperanza". Un hombre, una generación, debe poner al tope de todo la esperanza. Ella debería ser su bandera. Quizá su lema tendría que ser, como el papa Francisco ha sugerido, "que no nos roben la esperanza".
Es que, en tiempos de paz como los que estamos viviendo, la eventual confluencia de todas las energías disponibles sería tan formidable que bastaría ella sola para acarrear los mayores beneficios imaginables para la humanidad. En las guerras locales, los triunfos o las derrotas de los combatientes se restan unos en una suma neutral, en una suerte de gran etapa inconclusa. ¿Podríamos imaginar la suma global que resultaría si unos y otros pudieran encontrarse en un mismo plan? A lo mejor no hemos encontrado todavía el mayor secreto de nuestras posibilidades: nosotros mismos; el infinito cantero de nuestras coincidencias.

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