El 8-N, ¿surgió un nuevo sistema político?

¿Cuándo empiezan los sistemas políticos? Después del jueves pasado, cuando un millón y medio de personas se manifestó sin tutores a lo largo del país y hasta en ciertos puntos del exterior, superando holgadamente todas las manifestaciones anteriores del mismo tipo, cobra actualidad la siguiente pregunta: ¿no será que los argentinos hemos dado, casi sin darnos cuenta, el puntapié inicial de un nuevo sistema político?


Esta pregunta, que parece teórica y hasta retórica, sin embargo, es vital. Entre 1853 y 1930 los argentinos habíamos creado y sostenido un verdadero "sistema político" como el que ahora tienen naciones políticamente avanzadas como Brasil y los Estados Unidos. Desde 1930 hasta la fecha fuimos, al contrario, una nación atribulada por la inestabilidad , en cuyo transcurso diversas administraciones militares o civiles, conservadoras o radicales, peronistas o kirchneristas, duraron breves períodos de menos de unos diez años cada una, durante los cuales no consiguieron hacer pie mientras nuestro país retrocedía catastróficamente en el mundo de los diez primeros lugares que ocupó entre 1853 y 1930 al lugar lastimoso que ocupa actualmente. ¿Por qué? Porque dentro de este otro período también de ochenta años, la Argentina, que había tenido un sistema, se convirtió en un país asistemático cuyos ciclos políticos no sólo eran breves, sino también contradictorios, ya que la primera meta del nuevo gobierno era anular la herencia del inmediatamente anterior.
Si algo nuevo nació el jueves pasado no es, por lo pronto, similar a los sistemas frustrados de los últimos ochenta años, porque lo que los caracterizó fue el empeño de una minoría por monopolizar nuestra vida política. Este empeño grandilocuente fracasó una y otra vez cuando la oposición, reunida, se alineó para interrumpirlo. ¿Es lo que está ocurriendo otra vez ahora, con las pretensiones re-reeleccionistas de la propia Cristina más allá de 2015? La megamanifestación del 8-N fue distinta en cuanto a que nadie se quiso adueñar de ella. Pero ¿basta esta amplia convocatoria para fundar un sistema destinado a perdurar?
En un momento de su reflexión, Ortega y Gasset llegó a exclamar: ¡Qué no diera por un sistema! .España, por entonces, no lo tenía; sólo lo tuvo después de su muerte, en 1977, con los Pactos de la Moncloa, cuando todos los partidos, incluidos los comunistas, firmaron su adhesión a la democracia. En el caso del 8-N del jueves último, la adhesión popular también ha sido amplísima, con excepción del Gobierno, que aún insiste en la versión antigua, de 1930-2012, de meter a todos sus opositores en la misma bolsa.
Desde el 8-N tenemos por lo visto dos movimientos enfrentados de opinión: de un lado un oficialismo que corre el riesgo de ir quedando en minoría y del otro una oposición que tiende a ser mayoritaria, pero que todavía es "líquida", no es "sólida", por falta de representantes, de líderes, de voceros. En suma: dos mitades de una Argentina que algunos encuentran irremediablemente dividida.
Pero esta realidad sin duda insuficiente no es estática, sino dinámica . Se está moviendo hacia alguna parte. ¿Hacia dónde? En los últimos días, el movimiento ha sido doble. De un lado, las fuerzas de la oposición han rechazado tanto en el Senado como en Diputados la reforma de la Constitución que habilitaría la re-reelección. No habrá por lo tanto "Cristina Presidenta" después de 2015. Del otro lado, una parte probablemente mayoritaria de la sociedad se manifestó espontáneamente por la democracia republicana el 8-N.
Es como si ya contáramos con los ingredientes básicos para construir el sistema de alternancias que es la democracia. Pero los tenemos y no los tenemos porque a los que ya tenemos y no teníamos hasta hace pocos días, el "muro" al re-reeleccionismo en el Congreso y la inmensa manifestación del 8-N, deben sumarse todavía otros dos ingredientes que aún no tenemos: la organización de la oposición en una efectiva fuerza política capaz de ganar elecciones o por lo menos de competir en ellas y, finalmente, la resignación "no presidencial" de la propia Cristina.
¿Está el vaso de la afirmación democrática y republicana, entonces, medio lleno o medio vacío? Si otras naciones latinoamericanas como Brasil, Colombia, Perú, Uruguay, Chile y México ya han llegado a la otra orilla de la democratización, ¿por qué no habríamos de hacerlo nosotros? Respuesta pesimista: porque no lo han hecho ni la Venezuela de Chávez ni sus países satélites, llámense Bolivia, Ecuador o Nicaragua, que no tienen un sistema democrático-republicano, sino un caudillo vitalicio. ¿Es allí adonde pensaba arribar Cristina?
La tentación re-reeleccionista de Cristina se apoya, por su parte, en una visión reduccionista de la democracia. ¿Se puede decir que una democracia existe cuando alguien gana las elecciones? La democracia, por supuesto, no se identifica con las elecciones. Es, más allá de éstas, un sistema de valores, una forma de vida en común. Se puede, sin embargo, aceptar, en el límite, lo que Huntington llamó una democracia mínima. La "democracia mínima" es, según este autor, "aquella cuyas autoridades son elegidas periódicamente por la mayoría a través de un proceso limpio (fair) ". Por debajo de este límite, ya no hay democracia. Y ahora viene la pregunta del millón. ¿Es la Venezuela de Hugo Chávez, por lo menos, una "democracia mínima"? Lo que pasa es que aun para que las elecciones sean "mínimamente" democráticas es necesario que, aparte del recuento honesto de los votos, concurran otras dos condiciones: primero, que el candidato del gobierno no disponga a su favor de los inmensos recursos del Estado; segundo, y derivado de esto, que quien se presente no sea una y otra vez el propio jefe de Estado. Por eso en las democracias fair , honestas, sólo se permite una sola reelección y esto para Alberdi ya hubiera sido demasiado. Si Obama pretendiera presentarse por tercera vez de aquí a cuatro años, lo considerarían fraudulento. Según este criterio de "democracia mínima", Chávez, sin duda, ya es un presidente ilegítimo.
Dos son las condiciones que aún tendrían que darse entre nosotros, decíamos, para asegurar la fundación de un sistema democrático y republicano. Una, que las fuerzas de la oposición democrática se unieran para competir con el Gobierno, si no en 2013 al menos en 2015, para evitar al menos el descalabro del año pasado. Dicho de otro modo, al menos para acortar distancias con el Gobierno. La otra, que el propio Gobierno se empezara a resignar ante lo inevitable: la imposibilidad constitucional para Cristina de pretender un tercer período consecutivo en 2015.
Si nos obligaran a apostar sobre cuál de estas dos condiciones es más probable, aquellos que vaticinan la resignación de Cristina, que hoy parecen utópicos, quizá no lo sean tanto. A medida que pase el tiempo, en efecto, la barrera que han levantado los opositores a la reforma constitucional en el Congreso se hará notar. ¿Qué haría en tal caso Cristina? ¿Intentar un absurdo golpe de Estado que chocaría además con el humor actual de los argentinos, o, haciendo de la necesidad virtud, dar un elegante paso al costado y competir mediante algún aliado por la presidencia, con el premio nada desdeñable de que, habiendo pretendido al principio nada menos que la "eternidad", termine como una presidenta finalmente republicana? Aparentemente más fácil, la unión de los opositores para competir y quizá vencer al kirchnerismo en 2015 también se presenta como una ardua opción: no se olvide de que el propio Julio César confesó que prefería ser el primero en una aldea que el segundo en Roma.

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