La historia que nos une como nación

Si queremos pensarnos como nación, quizás lo primero que tendríamos que hacer los argentinos es dimensionarnos, es decir, determinar cuánto medimos, hasta dónde llegamos y obrar en consecuencia. Este consejo es válido y, además, urgente, porque los argentinos, en cuanto habitantes de una nación intermedia, ni demasiado grande ni demasiado chica, hemos pecado demasiadas veces por habernos agrandado o, a la inversa, por habernos achicado más de la cuenta.


Por Mariano Grondona | LA NACION

Lo propio de una nación intermedia es oscilar entre dos extremos finalmente inaceptables, uno en dirección de la grandilocuencia y otro en dirección de la irrelevancia. Los argentinos no somos ni Estados Unidos ni Belice. ¿Qué somos, dónde estamos? Se nos dirá que somos latinoamericanos. Pero ¿nos sentimos, también, latinoamericanos?
En última instancia, por supuesto, cada persona es única e irrepetible. La vida es, por lo pronto, "mi" vida. Pero al lado de los individuos, hay grupos más o menos amplios de personas entre las cuales se tejen lazos incontables de amor, de parentesco, de afinidad, de simpatía o de antipatía. Estamos cruzados y hasta definidos por estos lazos, que en cierto modo nos constituyen. Sin conocerse personalmente, muchas veces millones de personas han luchado, han matado o han muerto en alguna guerra por una misma nación. Si lo hacen por una divisa deportiva, decimos que son "fanáticos", pero los llamamos "patriotas" o incluso "héroes" cuando lo hacen por una nación.
¿Cuál es el abismo que permite separar el patriotismo del fanatismo? ¿Cuál es el factor que aparta al patriota del fanático, reservando el elogio solamente para el primero? Precisamente aquí interviene, sin que lo hayamos invitado, otro factor, el tiempo. Una nación, por lo pronto, nace y renace en dirección de sí misma; es por ella y hacia ella que vivimos y morimos los seres humanos. Es por ella y hacia ella que se multiplican las gestas. Cuando San Martín combatía en Chacabuco y Maipú, no lo hacía sólo antes que nosotros. También lo hacía con nosotros porque pasaríamos a formar parte, con él, de una misma historia.
Nos vamos acercando de este modo a la esencia de lo que es una nación. Así como el concepto de Estado se acerca al espacio porque el Estado se configura en el territorio, el concepto de nación se aproxima al tiempo. Los argentinos vendríamos a ser una continuidad enlazada a través del tiempo.
La intervención del tiempo en el concepto de nación le confiere a ésta la profundidad de la historia. En las batallas de Chacabuco y Maipú, de alguna forma, también estábamos combatiendo nosotros, los argentinos de hoy. En la argamasa de la historia, todo se transforma en un solo pueblo, en una sola narración, en una única epopeya. En definitiva, no estamos solos. Nos acompañan, como inmóviles vigías, los que nos precedieron. Y se preparan para sucedernos los que vendrán.
El tiempo, por otra parte, se articula mediante las generaciones. La historia late en ellas con sus pulsaciones. Las hay de continuidad y de ruptura. Las hay, asimismo, nostálgicas y revolucionarias. Pero todas ellas terminan por formar parte del mismo argumento a través de la madeja del tiempo, cuyos pliegues son quizás, en último análisis, convergentes ¿desde la mirada de Dios?
En esta era científica y quizás por ello prosaica, se tiende a pensar que la historia que nos cuentan no está hecha de datos y de cifras, sino de leyendas que el verdadero científico debería disipar. Aquí cabe otro interrogante: ¿fue ésta en realidad la historia que sus protagonistas experimentaron, vivieron? Las gestas y las batallas, ¿cuáles fueron? ¿Las que narran los archivos o las vivencias de los que las libraron?
Esta observación incluye un capítulo quizás insoslayable. Cada nación tiene sus propias versiones de la historia. ¿Habría que anularlas a todas en nombre de la objetividad? ¿Qué lugar le deja la objetividad a la historia? En este terreno, luchan además varias historias, la tuya, la mía y la de más allá. Quizá lo que queda después de una revisión concienzuda sólo sea la variedad de las historias en su fascinante multiplicidad. ¿Habría que desembocar aquí en un disolvente escepticismo? Lo que ocurre es que quizá sólo existen las historias, con su rico dramatismo. ¿Habría que llegar entonces a que hay variaciones para diversos gustos y al lado de los cuentos para grandes están los cuentos para chicos y otras historias para las diversas modalidades de los receptores?
Lo que a lo mejor habría que concluir es que no debería haber una historia, sino varias, según fuera la inclinación del lector. Quizás en este punto convendría abandonar la pretensión de la unidad del saber para allanarse a un pluralismo razonable inspirado, eso sí, en una buena dosis de sentido común.

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