Los presidentes que enseñan con el ejemplo

Normalmente, los países toman sus decisiones a través de leyes o decretos. Pero hay situaciones excepcionales en las que escogen vías alternativas. Como consecuencia de una guerra, por ejemplo, o por vía de un tratado de alianza con dos o más naciones. Dado que el gobierno argentino no ha dado muestra alguna de flexibilidad espontánea, parece inútil esperar que, por alguna de estas vías, vaya a cambiar. Al contrario, todo induce a pensar que seguiremos así por lo menos hasta 2015, cuando el pueblo diga basta. Esta sombría perspectiva viene acompañada por una señal positiva: que en la Argentina ya no hay temblores institucionales y que la democracia restaurada en 1983 parece destinada a perdurar por largo tiempo.


Por  | LA NACION


Convengamos por otra parte en que los elementos republicanos de nuestra democracia son todavía precarios, aunque también aquí hayamos avanzado en algo. La democracia republicana que estamos construyendo aún está amenazada por el "reeleccionismo", es decir, por la pretensión de los titulares de los poderes ejecutivos nacional, provincial o municipal de permanecer indefinidamente en el poder. En esta materia cuenta una reciente victoria republicana, por cuanto en las recientes elecciones del 11 de agosto los votantes, en una proporción de 3 a l, acabaron con la ilusión reeleccionista de la Presidenta. La principal noticia republicana es, por consiguiente, que Cristina deberá dejar el sillón presidencial en 2015. Como Carlos Menem vio frustrarse su propia ilusión continuista antes que ella, también por decisión popular, podría concluirse que nuestro sistema no permite más de dos presidencias sucesivas; la re-reelección ya no es posible gracias a la firme decisión institucional de nuestros conciudadanos.
Sin embargo, quedan algunas asignaturas pendientes en esta materia. La más llamativa de ellas es el carácter semivitalicio de nuestros intendentes, sobre todo en el Gran Buenos Aires. Deberemos ir reduciendo gradualmente la duración de sus mandatos hasta hacerlos compatibles con la práctica republicana.
Las resistencias que el reeleccionismo ofrece al espíritu republicano son considerables, pero no por eso insuperables. En varias ocasiones han sido doblegadas, precisamente, por la conducta republicana de los propios titulares del Poder Ejecutivo. En 1881, cuando había cumplido dos períodos consecutivos de gobierno y tenía derecho a pretender varios más sin límites constitucionales a la vista, el presidente George Washington decidió retirarse. Su ejemplo cundió hasta tal punto que, con la sola excepción de Franklin Roosevelt durante la Segunda Guerra Mundial, todos sus sucesores siguieron su ejemplo hasta que, pasada la guerra, lo confirmó una reforma constitucional.
Tampoco han faltado conductas ejemplares en nuestra América. Cuando terminó el largo gobierno de Pinochet del otro lado de los Andes, le tocó a Patricio Aylwin ejercer la presidencia constitucional. Lo hizo tan bien que hubo una iniciativa para reformar la Constitución con objeto de que pudiera ser reelegido para un nuevo período, a lo cual se opuso el propio presidente con estas palabras: "Yo he jurado por cuatro años y mi palabra es mi contrato". Después de Aylwin, ningún presidente ha osado pretender la reelección inmediata en Chile.
Brasil, asimismo, nos señala el camino. Cuando Fernando Henrique Cardoso ocupó la presidencia, promovió la instalación de un sistema similar, hasta cierto punto, al norteamericano en virtud del cual los presidentes podrían ser reelegidos sólo una vez. Después de Cardoso vino Lula, quien pese a contar con un 85% de popularidad no pretendió por eso un tercer período consecutivo de gobierno.
En los tres casos que hemos mencionado gravitó la misma conducta: la de un presidente que, pese a su inmensa popularidad, puso la república por encima de sus ambiciones. No olvidemos al respecto, que, después de derrotar a Rosas en la batalla de Caseros, y con las mismas posibilidades políticas que había tenido él, Justo José de Urquiza admitió ser presidente sólo por un período, inaugurando así una serie de presidentes sin reelección inmediata hasta el fatídico golpe de 1930, que vino a interrumpir el camino de la Argentina hacia la grandeza.
¿Podrá llegar la ambiciosa Cristina a estas alturas? Objetivamente, es lo que más le conviene. A ella la esperan, en realidad, sólo dos caminos. Puede aferrarse, obstinadamente, al poco poder, cada vez menor, que le va quedando, hasta que la menguada fila de sus seguidores termine de evaporarse. O puede rendirse, al fin, a los principios republicanos, resignándose de antemano al llano que a todos los gobernantes, finalmente, alcanza. La pregunta que debemos hacernos a esta altura de los acontecimientos es sólo una: ¿preferirá terminar con dignidad?
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