El espíritu de Francisco sopla donde quiere
Son mensajes sencillos y sin embargo sorprenden. En estos días hemos tenido la oportunidad de seguir de cerca el estilo, el método de comunicación del papa Francisco. A bordo del avión que lo llevaba de regreso a Roma después de las jornadas para la juventud celebradas en Río de Janeiro, conversó durante 84 minutos con los 75 periodistas que lo acompañaban. No hubo ningún tema prohibido, ningún avance sobre lo que pensaba decir, ningún "libreto" previamente ensayado. Francisco había quedado, al parecer, a merced de sus interlocutores. Así surgieron temas infrecuentes en este tipo de encuentros, temas si se quiere "íntimos" como las preguntas sobre los "gay" que dieron lugar a una respuesta a la vez ortodoxa y sorprendente que, sin abandonar la postura clásica de la Iglesia sobre la homosexualidad, le permitió esquivar otra falla moral quizás mayor: juzgar al prójimo negativamente por su conducta, faltando de este modo a la caridad.
Por Mariano Grondona | LA NACION
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Francisco hizo notar, de paso, que es devoto de Santa Teresita del Niño Jesús, una santa que se caracterizó por practicar el abandono en las manos de Dios, virtud a la cual el teólogo Reginald Garrigou Lagrange dedicó un admirable tratado: "La Providencia y la confianza en Dios". La confianza en Dios empapa todas las actitudes de Francisco. Esto lo lleva a entregarse, también, a la gente. Está a gusto en medio de los demás. Es, de alguna manera, una pesadilla para sus custodios. ¿Y si atentan contra él? Parece apegarse, en este sentido, a la idea de Garrigou Lagrange según la cual todo está ordenado al bien de los que aman a Dios y confían en Él porque hay una "economía de la salvación" cuyos detalles no conocemos pero en la cual estamos invitados a participar.
Otro rasgo del carácter del papa Francisco es su alegría. Se lo nota invariablemente contento. Confía. No agrede. Se entrega a lo que venga. La palabra "alegría" está conectada a "ir", del francés "aller". El alegre está de ida, en contraposición con el Viejo Vizcacha, que está de vuelta porque ya lo vio todo y no consigue por lo tanto ilusionarse. Pero el papa Francisco dice y repite: "No permitan que les roben la esperanza". Su alegría se le nota en la cara. Contagia. A estas alturas del comentario, caben entonces estas otras preguntas: la alegría de Francisco, ¿podrá contagiar a sus compatriotas? ¿Deberíamos imitarlo? ¿Podríamos imitarlo?
A veces se explora el contraste entre dos actitudes fundamentales frente a la vida. Una de ellas es, como decíamos, la alegría, la confianza. Francisco, sin duda, la posee. Otra es el pesimismo o la queja del Viejo Vizcacha. A riesgo de simplificar, ¿podríamos decir que los norteamericanos disfrutan de una cultura del optimismo, de la alegría, mientras que a nosotros nos acecha una cultura de la queja? El día nacional de los norteamericanos es el Día de Acción de Gracias. Nuestro admirable tango, ¿es compatible con este espíritu? Se nos dirá: pero los norteamericanos agradecen precisamente porque les fue bien. De haber tenido una historia similar, ¿no estaríamos los argentinos igualmente agradecidos? ¿Cuál es por otra parte la definición que corresponde cuando a una nación, una familia o una persona les va bien o les va mal?
Hay un pasaje en La teoría de los sentimientos morales, de Adam Smith, en el que éste imagina que dos personas han vivido por la misma cantidad de tiempo y les han sucedido los mismos avatares. Sin embargo, una de ellas ha sido feliz y, la otra, desgraciada. ¿Cómo explicar este contraste? Francisco es, a todas luces, un papa feliz. No tiene sin embargo muchos de aquellos dones a los que atribuimos la felicidad: una familia o la riqueza, por ejemplo. Pero hay un elemento que lo distingue y que él mismo subrayó en Roma: al lado de él vive otro papa, Benedicto, por quien siente cariño y admiración. Algunas veces ha habido en Roma dos y hasta tres papas simultáneos, lo cual dio lugar a graves conflictos. Pero esta vez no, ya que Francisco confiesa que, para él, el anterior papa Ratzinger es ahora "un abuelo sabio" al que puede confiar sus dudas y tribulaciones. Obsérvese entonces cómo, de una situación potencialmente conflictiva, Francisco ha conseguido extraer una nueva fórmula para la felicidad de la Iglesia y de él mismo sumando varias virtudes: la humildad frente a su eminente antecesor, el aprendizaje de su sabiduría y, como resultado, una felicidad entre todos compartida.
La alegría induce a la gratitud por los dones recibidos. ¿Prepara además el espíritu para buscar y obtener nuevos dones o, al contrario, es una forma de engañarse a sí mismo? Algunos críticos norteamericanos de la cultura de la gratitud la han denunciado como un peligroso "triunfalismo" en el que pueden incurrir los países acostumbrados a prevalecer frente a los desafíos. Pero una cultura triunfalista, ¿acompaña en los hechos al éxito o es una manera de fingirlo?
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