La paradoja de la superación

Solemos simpatizar con el dolor ajeno. A menos que intervenga un factor excepcional, el dolor del prójimo nos aproxima a él porque nos hace ver que compartimos una misma naturaleza, una misma condición. Que somos, en suma, humanos como él.


Por Mariano Grondona | LA NACION

Así se genera la química de la "simpatía" en virtud de la cual llegamos a sentir el mismo dolor o la misma alegría que el otro, aunque en cierta manera rebajados en función de la distancia, menor o mayor, que nos separa. La etimología apoya este concepto, puesto que pathos significa "pasión", "sentimiento intenso"; es decir que los atraídos por la simpatía terminan por sentir lo mismo frente a un estímulo comparable. El dolor o la alegría ajenos pasan a ser de este modo propios, aunque en verdad no lo sean.
La tentación que sigue al éxito del otro son los celos, en tanto que la virtud que sigue al dolor del otro es la compasión. Lo que les ocurre a los demás, de esta forma, contribuye a modelar nuestro propio carácter, según sea nuestra reacción ante la suerte ajena.
Esta regla admite matices. Si el dolor del otro me alegra, es que en verdad lo envidio. Si no produce en mí ninguna reacción, es que me ganó la indiferencia. El colmo de la indiferencia ocurriría cuando alguien consiguiera ser plenamente feliz pese a estar rodeado por la infelicidad ajena. ¿Es éste el estigma de las clases altas?
El caso de Gabriela Michetti es un ejemplo que invita al análisis. Su desventaja física mueve, por lo pronto, a la simpatía. Pero el vigor de su respuesta frente a la adversidad invita, al mismo tiempo, a la admiración. ¿En qué medida esta respuesta admirable de Gabriela ha beneficiado su carrera? ¿Las trabas físicas han sido para ella, en definitiva, un estímulo o un obstáculo, una maldición o una bendición? ¿Cuál sería nuestra reacción en este sentido si Gabriela hubiese sido distinta? ¿O Gabriela sería impensable sin su lesión? De estas dificultades del análisis surgen diversas preguntas. ¿Qué hubiera preferido, por lo pronto, la propia Gabriela? ¿Una vida "normal", quizás chata, pero con menores sufrimientos, o la vida abundante en dolores y en éxitos que ha tenido?
De aquí surge otro interrogante: ¿qué es mejor, una vida apacible, sin turbulencias, o una vida tumultuosa, hecha de contrastes, triunfos y derrotas? A la vista de la vida que ha tenido Gabriela, ¿deberíamos envidiarla? Si el éxito viene acompañado por el sufrimiento, ¿qué deberíamos preferir? ¿O acaso es verdad que elegimos cómo y dónde vivir, o en el resto interviene lo que Maquiavelo llamaba la fortuna y otros denominan la casualidad? ¿Somos una hoja en el viento o tenemos opciones porque somos dueños de nuestro destino?
La Argentina será lo que deba ser, so pena de no ser nada. En su profecía histórica, San Martín no nos amenazó con las llamas de un temible infierno, con sus eternas lenguas de fuego, sino con algo quizás peor: el frío desierto de la irrelevancia. Al margen de la vida individual de cada cual, ¿no nos gustaría a los argentinos formar parte de una epopeya colectiva? La han tenido grandes naciones como Francia, Inglaterra o España. ¿Por qué no podríamos tenerla también nosotros mismos?
En algunos de sus pasajes, escritores como José Ortega y Gasset llegaron a sospechar que a los argentinos nos aguardaba un destino de grandeza. Los argentinos de hoy, ¿habríamos renunciado a esta exigente vocación? Quizás el destino de cada argentino sea no sólo ocuparse de sí mismo, de su propia felicidad y la de su familia, sino también de formar las cohortes de nuestra futura grandeza. Si como pueblo hemos nacido no sólo para elaborar nuestra propia plenitud individual y familiar, sino también para integrar las cohortes de la futura grandeza nacional, cada argentino tiene ya, desde ahora, un exigente programa de vida que trasciende su perspectiva individual. Si esta perspectiva histórica comenzara a iluminarnos desde ahora, se ensancharían de un solo golpe nuestras metas individuales.
Si esta idea de llegar a ser lo que estamos llamados a ser empezara a ocupar las mentes de los 40 millones de argentinos, desencadenaría una revolución. Cada vida individual se convertiría de improviso en una duplicación. Viviríamos, de ahí en más, dos vidas. Una, individual, como protagonistas de nosotros mismos. Otra como miembros de una generación pronta a despegar. Sería la duplicación, decíamos, de la propia Argentina, porque cada uno de nosotros contaría por dos. Esta duplicación de nuestras proyecciones individuales ¿es apenas una ilusión romántica o podría presentarse ante nosotros, efectivamente, como una instancia refundacional?
A favor del argumento refundacional habría que decir que la Argentina ya se fundó y se refundó como nación. Las verdaderas naciones, en efecto, han nacido y siguen naciendo para sí mismas. Y nosotros, los argentinos de hoy, ¿lo seguiremos haciendo? Somos una nación. Tenemos una vocación de ser. ¿Todavía la seguimos teniendo?

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