A 25 AÑOS DEL TRIUNFO DE CARLOS MENEM Falta menos para recuperar lo bueno de los '90...

Hoy se cumplen 25 años de la elección de 1989 en la que Carlos Menem le ganó a Eduardo Angeloz. Y 19 años del triunfo de Carlos Menem sobre José Octavio Bordon y Carlos Álvarez, en 1995. En el 1er. caso, el sueño de Menem había comenzado en 1987 y parecía imposible. Pero le ganó a Antonio Cafiero y José Manuel De la Sota en 1988. Llegado al poder, y pese a Eduardo Duhalde, su copiloto, Menem leyó acertadamente lo que comenzaba a ocurrir en el mundo: la caida del Muro de Berlín y que, al menos por un tiempo, habría un mundo unipolar. Menem obtuvo beneficios por ello. Ese es el motivo por el que Cristina Fernández de Kirchner se sienta todavía en el G20. Menem se alejó del populismo peronista tradicional y consiguió batir récords de inversiones extranjeras directas. También hubo una vigencia irrestricta de las libertades públicas que debe extrañar Grupo Clarín, al que además tanto benefició. Menem ganó las elecciones de 1991, 1993, la constituyente de 1994 y la presidencial de 1995. También se agotó por entonces. La convertibilidad exigía un ajuste fiscal que él no quiso hacer. O una convertibilidad flotante, que tampoco quiso ver porque apostó, inútilmente, a la dolarización. Pero Menem logró algo que los argentinos recién ahora comienzan a valorar: la estabilidad. Los empresarios privados podían planificar sus inversiones, y así reapareció el crédito a largo plazo, que hoy dia no existe. El gran fracaso de Menem fue su inútil coqueteo con un 3er. mandato presidencial. Pero abandonó el poder con una alta imagen positiva, que Néstor Kirchner, por ejemplo, no tuvo en los días previos a su muerte. Pero el plan de convertibilidad estaba herido de muerte por la indisciplina fiscal (Domingo Cavallo fue tan responsable de ello como Roque Fernández). De todos modos, muy interesante el recuerdo del diario cordobés Alfil intentando revisar la historia mentirosa que han contado los K:


Carlos Menem, además de los errores, también aciertos. Pero, en lugar de rescatar lo bueno, los argentinos decidieron aferrarse al péndulo. Así nos fue...
por PABLO ESTEBAN DÁVILA
 
CIUDAD DE CÓRDOBA (Diario Alfil). Unos meses antes de las elecciones del 14 de mayo de 1989, un argentino que vivía en los EEUU y que, por entonces, visitaba al país, le comentaba a este cronista un título reciente de uno de los diarios más importantes de Washington: “Si viene de la Argentina, seguro son malas noticias”. Hiperinflación, saqueos, inestabilidad política y aislamiento internacional era el cóctel que amenazaba al gobierno radical de Raúl Alfonsín. Eran pocos los argentinos que creían que aquella situación tuviera algún tipo de remedio. El resto del mundo pensaba lo mismo.
 
Fue entonces que, 25 años atrás, tuvieron lugar las elecciones presidenciales, adelantadas de apuro por Raúl Alfonsín para ver si Eduardo Angeloz – su delfín vergonzante – podía llegar con mejores chances al compromiso electoral. El intento fue en vano. La fórmula Carlos Menem – Eduardo Duhalde se imponía con casi el 48% del total de los votos emitidos. La participación fue una de las más altas de la historia: aquél día, más del 85% del padrón concurrió a votar. La crisis fenomenal, extrema, que se abatía sobre el país explicaba aquél récord. Es que, aunque buena parte de los actuales chapuceros de la información se hagan los distraídos, el país se encontraba al borde del abismo, un extremo que no le resultaba indiferente a la enorme mayoría de la población.
 
Menos de dos meses después de la victoria de Menem, Alfonsín anunciaba unilateralmente que“resignaba” su mandato y que dejaba el poder al riojano, habida cuenta que este había manifestado públicamente que estaba preparado para asumir “en cualquier momento”. Nadie se preguntó si era constitucional que un presidente en ejercicio le cediese el poder a otro que estaba recién electo seis meses antes que finalizara su mandato. La angustia en que vivía la Nación hacía que todo el país colaborase en una interpretación de la Constitución que, actualmente, ya no sería posible.
Menem asumió a pesar de lo irregular de la situación. No hizo ni muchas preguntas ni culpó demasiado al atribulado Alfonsín por aquella precipitación. Simplemente comenzó a gobernar, tomando decisiones duras, de fondo, y leyendo correctamente hacia donde se encaminaba el mundo.
 
Muchos olvidan que, cuando Menem asumió el gobierno, aún existía la Unión Soviética y que, técnicamente, el comunismo era un modelo que rivalizaba con el capitalismo occidental. Faltaba poco menos de un semestre para que el Muro de Berlín cayera estrepitosamente y desnudara el patético fracaso del colectivismo, pero la Argentina ya se había alineado decisivamente con los EEUU y repudiado sus anteriores coqueteos con el mundo no democrático. Cuentan que, en su primera visita de estado a la Casa Blanca, Menem sorprendió al presidente George H. Bush al preguntarle “qué podía hacer la Argentina por los EEUU”. Parecía inverosímil que aquél pintoresco mandatario, venido del sur del continente y cuyo país era noticia por sus astronómicas tasas de inflación, pudiera ofrecer ayuda alguna. Pero a medidas de 1990, ya dos fragatas argentinas participaban de la coalición multinacional que habría de liberar a Kuwait del yugo de Saddam Hussein al tiempo que, en 1998, la Argentina se convertía en “aliada extra OTAN” del propio EEUU. Resulta innegable que Menem tuvo una vigorosa y decidida política exterior que, con sus lógicos detractores, posicionó firmemente al país en el mundo, un vivo contraste con la esquizofrénica relación que el kirchnerismo ha mantenido con la comunidad internacional a los largo de sus tres mandatos.
 
En gran parte debido a la leyenda negra que se ha tejido en torno al decenio menemista, muchos han olvidado – o directamente no conocen – los impresionantes logros económicos del riojano: entre 1990 y 1998 el PBI creció un 57%, a una tasa interanual promedio del 5,8%, en tanto que el PBI per cápita lo hizo a razón de 42,7%. En el decenio anterior, el PBI se había contraído un 8,5%, mientras que el PBI per cápita caído nada menos que un 17,7%. En 1997 la Argentina fue el país del mundo que más inversión extranjera recibió por habitante, en tanto que, en el mismo año, la producción de petróleo y de gas eran 72% y 67% más elevadas, respectivamente, que en 1990. Ya en el autoabastecimiento, el país exportaba energía a sus vecinos, un logro que hoy hemos perdido y que condiciona gravemente al desarrollo genuino. No parecen ser estos indicadores de la decadencia nacional, ni mucho menos las ratios que expliquen el origen de todos los males nacionales que, gracias a la extendida jerigonza del progresismo, se le endilgan a aquellos años.
 
Desde el punto de vista de la gobernabilidad, aquél período no le fue en zaga a sus logros económicos. En diciembre de 1990 Menem reprimió con la fuerza de la ley al último de los levantamientos carapintadas que habían comenzado en 1987 y que tanto había padecido Alfonsín. Fue el primer presidente constitucional en la era moderna que ordenó (y que logró que sus órdenes se cumplieran de inmediato) que las unidades del Ejército abrieran fuego contra sus camaradas de armas sublevados. Desde 1930, nunca hubo el grado de subordinación de las FFAA al poder político como el que tuvo aquella década, algo de lo que hoy disfrutan – afortunadamente – los actuales gobernantes.
 
Fue Menem el que reformó la constitución mediante un proceso ejemplar, quién (tal vez equivocadamente) intentó pacificar el país otorgando indultos tanto a militares represores como a guerrilleros fuera de la ley, habiendo sido él mismo un preso político de la dictadura. Tampoco puede olvidarse que, durante su gobierno, el régimen federal fiscal alcanzó su apogeo mediante el sistema de transferencias automáticas de la coparticipación y los pactos fiscales, instancias de coordinación macroeconómica entre las diferentes jurisdicciones que, lamentablemente, nunca más se intentaron (vale recordar que, en la actualidad, la participación de las provincias sobre el total de recursos históricos se encuentra en sus mínimos históricos).
 
Tampoco puede soslayarse que, con el menemismo, el partido justicialista volvió al gobierno que había abandonado tras el golpe militar de 1976, y que lo hizo con ideas muy diferentes a las que había postulado el general Perón en su primer mandato. No obstante este desafío, la fuerza se mantuvo en general unida y jamás recibió un destrato semejante al propinado por el matrimonio Kirchner. Con Menem no hubo intentos de transversalidad ni el propósito de constituir aparatos satélites y alternativos, tales como Unidos y Organizados o La Cámpora; Eduardo Duhalde, el gran contrincante interno en el último tercio de su mandato, no intentó quebrar el partido, ni Menem lo forzó a hacerlo. Fue recién en 2003 cuando, irresponsablemente, se abrieron las heridas que, con otros actores, todavía perduran. Hoy el PJ está peor que nunca. No es más un partido de gobierno, sino el apéndice partidario de un gobierno que no parece ser el suyo. No sucedió tal cosa en los ’90.
 
25 años atrás el mundo era muy diferente al actual y el país crujía ante una crisis terminal. La mayoría dudaba que aquél riojano tan excéntrico, que se había mostrado empático con Alfonsín al promediar el mandato radical y que luego había ganado tan sorpresiva como democráticamente una interna nacional a los ascendientes Antonio Cafiero y José Manuel de la Sota, pudiera hacer gran cosa con la brasa caliente que le habían arrojado entre las manos. Pero Menem se las arregló para terminar con la hiperinflación, reedificar el prestigio nacional ante el mundo, acabar con la ingobernabilidad que parecía la marca registrada del sistema político y ganar casi todas las elecciones durante sus dos mandatos. Fernando de la Rúa, su sucesor, destruyó todo aquello – a nuestro juicio, sin que su amargo final estuviera predeterminado por el país gestado en los ‘90 – y, lo que es más lamentable, hundiendo en el descrédito a una época que, con sus innegables problemas y dificultades, merece páginas mejores a las que burdamente se escriben por estas épocas.

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