La multiplicación de las "tarjetas amarillas"

¿Qué significan las "tarjetas amarillas"? El tema dista de ser abstracto porque el Gobierno viene de recibir varias tarjetas. Una de ellas provino de la jefa del Fondo Monetario Internacional, Christine Lagarde, quien, después de poner en duda las cifras del Indec, le dio al Gobierno un plazo de noventa días para corregir sus informes económicos, al cabo del cual, agregó, le sacará la tarjeta roja de la falta total de credibilidad internacional en la que incurren los gobiernos mentirosos. Dicha en términos futbolísticos para que todos la entendieran, esta advertencia podría traducirse por otra frase aún más rotunda: el Fondo, en el cual están representados todos los Estados, incluido el nuestro, le ha venido a pedir al gobierno argentino que deje de mentir , precisamente cuando la Presidenta estaba presentándose en Nueva York ante los foros internacionales.

Por Mariano Grondona | LA NACION


A menos que ella se corrija, ¿qué valor tendrán entonces sus palabras en el ancho mundo que la contempla? Los dichos de Christine Lagarde no equivalen, en este sentido, a una mera "disidencia ideológica", sino a algo mucho más grave, a una condena moral, porque aparte de disentir de la interpretación de los hechos, que es necesariamente diversa según sean los puntos de vista que se expresen, lo que resulta inadmisible es el falseamiento puro y simple de los datos estadísticos en que incurre nuestro Gobierno, ya que, de difundirse su actitud, el mundo se degradaría hasta convertirse en una nueva Babel. En el polo opuesto, la máxima moral de Emanuel Kant es "obra de tal manera que la norma que preside tu conducta pueda convertirse en norma universal".
Lo que vino a expresar Lagarde, aunque en forma diplomática, fue el hartazgo que genera en los círculos internacionales la presencia sistemática de la mentira en las comunicaciones oficiales del gobierno argentino. A esta tarjeta amarilla, ¿no cabría agregar otra proveniente del propio pueblo cuando el pasado 13 de septiembre cientos de miles de personas manifestaron en las principales ciudades del país su condena al estilo oficial? ¿Sería excesivo evaluar esta otra señal proveniente de los sectores populares y sobre todo de la clase media, que es mayoritaria entre nosotros, y que se produjo espontáneamente sin que nadie la hubiera reclamado, como una protesta convergente con la del Fondo contra las mentiras de Cristina a menos de un año de su reelección?
La tercera tarjeta amarilla que recibió el Gobierno en estos días fue, quizá, la más significativa. Se la sacó Hugo Moyano cuando dijo en medio de una reunión donde no faltó nadie del peronismo disidente, de Rodríguez Saá hasta De la Sota pasando por De Narváez y Eduardo Amadeo, para reclamar que la Justicia reinicie la investigación por el asesinato de José Rucci, atribuido a los Montoneros. Como se sabe, mientras los jueces consideran que el crimen fue "común" y por eso prescribió, en la reunión de esta semana los peronistas disidentes volvieron a sostener que fue un crimen de "lesa humanidad" y por ello imprescriptible. Si la Corte Suprema les hiciera caso, los Montoneros y ya no sólo militares podrían ser juzgados por los horrores de los años setenta. La reunión que estamos comentando fue la ocasión para que Hugo Moyano dijera que "en 2013 les vamos a dar un castigo en las urnas a todos estos mentirosos". Así surgió la tercera tarjeta amarilla contra el Gobierno a propósito de una misma causa: su apelación a la mentira como un recurso habitual de acción política.
Los políticos incurren con frecuencia en "exageraciones" para reforzar el impacto de sus mensajes, pero otra cosa es el empleo sistemático de la mentira como un arma de propaganda éticamente vedada. Aparte de su descalificación moral, es dudoso que la mentira sea efectiva cuando pasa de cierto punto porque termina afectando la confianza en los que abusan de ella como en la famosa anécdota del pastorcillo mentiroso, a quien al fin terminaron por no creerle ni aun cuando decía la verdad. ¿Ha llegado el gobierno argentino a este extremo? Y si ha llegado, ¿qué podría hacer para remediarlo? Pero ¿ quiere remediarlo? ¿O en el fondo adhiere al cinismo de Joseph Goebbels cuando dijo "miente, miente, que algo queda"?
Una cuarta tarjeta amarilla se presentó finalmente en Nueva York, en donde los estudiantes universitarios cercaron a la Presidenta con preguntas que ella no quiso responder y que los periodistas ni siquiera pueden formular en la Argentina. El método de Cristina para eludir consultas incómodas es por lo visto el siguiente: cuando puede evitar preguntas, lo hace; cuando no puede hacerlo, generalmente en el exterior, contesta con evasivas. De una manera o de la otra, su actitud se asemeja a la del marido infiel que llega a su casa a las 4 de la mañana diciendo que estuvo trabajando con su socio y que, cuando su mujer lo refuta informándole que su socio había llamado preguntando por él, responde muy orondo: "Éste es mi cuento y no lo cambio".
La enseñanza de esta anécdota es evidente: no se puede salvar una mentira mediante una cadena de mentiras. ¿Por qué recurre a ella Cristina? Quizá porque no apela a uno sino a dos públicos. Uno todavía le cree a pie juntillas; el otro, diga lo que diga, ya no le cree. Pero ¿no ha variado la proporción entre estos dos públicos? ¿Responde aún esta proporción al 54 por ciento favorable y al 46 por ciento desfavorable que benefició a la Presidenta en las últimas elecciones? En otras palabras: ¿qué proporción de los que la votaron el año pasado todavía creen en ella? La apuesta de Hugo Moyano es, en este sentido, que los desilusionados son legión. Según los términos de esta apuesta, Cristina corre hacia una aleccionadora derrota en las elecciones parlamentarias de 2013 y por eso se explica que haya dejado de lado, por ahora, su pretensión reeleccionista.
Obsérvese cómo ha cambiado el contenido del debate político. Hasta hace muy poco, el desgaste del Gobierno provenía del enfriamiento de la economía. Este desgaste persiste, aunque quizás atenuado. Lo que crece y avanza, en cambio, es el desgaste moral de un gobierno mentiroso. ¿Cómo hará Cristina para revertirlo? Los datos económicos ya no la ayudarán como antes. Tampoco resultará suficiente su dominio casi total del sistema de medios audiovisuales, porque el público escucha a los pocos medios independientes que quedan mientras deja a los otros en una llamativa y costosa soledad.
Al Gobierno le queda, sin embargo, un aliado que aún podría resultar decisivo: la fragmentación de los opositores. Si los que nunca creyeron en él y los que se han desilusionado de él, en vez de sumarse, continúan divididos, todavía Cristina podría ganar en 2013 y resultar reelegida en 2015. Ésta es su última esperanza. Una esperanza nada desdeñable.
Los opositores, a su vez, tienen por delante el ejemplo de lo ocurrido en Venezuela, donde la oposición se unió detrás de Henrique Capriles para derrotar a Chávez en los comicios presidenciales del próximo 7 de octubre. No se sabe aún si Capriles ganará o perderá -quizá pierda, pero lo que más importa aquí es que Chávez pierda el monopolio que tuvo hasta hoy y que Venezuela pase a ser un sistema bipartidista, lo mismo que podría ocurrir en la Argentina si la oposición se uniera aun cuando ganara Cristina, a lo mejor por última vez. Como pese a todo somos una democracia, la última palabra la tiene el pueblo. A él hay que acatarlo, en él hay que confiar. Sólo el fraude podría vulnerar esta confianza. El fraude o la desunión de los opositores. Si evitamos estos dos abismos, habrá un futuro plenario para la democracia argentina.

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