Militares para espiar y vigilar

Cristina Kirchner está colocando la seguridad y los servicios de inteligencia del país en manos de oficiales del Ejército. La decisión, que significa una de las mayores contradicciones de la era kirchnerista, podría explicarse sólo por la necesidad presidencial de imponer una disciplina militar a su gobierno y al resto del Estado.


Por Joaquín Morales Solá | LA NACION

El nuevo jefe del Ejército, general César Milani, es un militar con amplia influencia en los servicios de inteligencia de las tres Fuerzas Armadas. Otro militar en actividad, Sergio Berni, es en los hechos el ministro de Seguridad de la Nación. Milani y Berni, que estaban distanciados, debieron reconciliarse antes de que el primero asumiera la conducción de la mayor organización militar del país.
La decisión política de la Presidenta es audaz: quiere darle forma a un servicio de inteligencia paralelo al de la SI (ex SIDE). Está enojada con sus viejos espías no sólo porque la tienen mal informada. Ella cree que esos agentes también influyen en algunos jueces, sobre todo de fueros que eran cercanos al Gobierno, que están acribillando a sus funcionarios con duras resoluciones. Los jueces están más molestos, en verdad, por la reforma judicial que quiso destituirlos que por otra cosa.
Ricardo Jaime, un emblema viviente de la corrupción kirchnerista, está ahora prófugo de la Justicia.
Guillermo Moreno fue llamado a indagatoria por abuso de autoridad, una noticia antigua que sólo ahora aterrizó en los tribunales. Son sólo ejemplos iridiscentes de un abrupto cambio de época. Otras decisiones contra el oficialismo se tomaron o se preparan en la Justicia.
Es cierto, de todos modos, que el espionaje clásico se convirtió en crítico del cristinismo desde que el Gobierno firmó el acuerdo con Irán para evaluar entre los dos países la información sobre el criminal atentado a la AMIA. La Justicia argentina (y su gobierno) tenía una posición: el gobierno de Irán estuvo detrás de la masacre en la mutual judía. La ex SIDE había contribuido con sus informes a esa certeza. Sus agentes temen ahora quedar expuestos y, sobre todo, exponer a sus fuentes extranjeras. Gran parte de la información que consiguieron se las pasó la CIA y el Mossad.
Si fueran ciertas las conspiraciones actuales de los espías, la Presidenta tiene siempre a mano la posibilidad de remover a la conducción del servicio de inteligencia y a sus agentes, cubiertos o encubiertos. No lo puede hacer. Esos funcionarios están cargados de secretos de diez años de kirchnerismo, de un gobierno que usó y abusó de sus servicios para hacer política interna. Es el caso del español Luis Bárcenas, un hombre gris y desconocido, pero conocedor de muchos secretos sobre el manejo de dinero del partido gobernante en Madrid. El gobierno de Rajoy le soltó la mano, Bárcenas habló y ahora tambalea la administración de Rajoy.
Pero volvamos a Milani. Este general no ha descubierto el poder en los últimos días. Experto en inteligencia militar desde que se graduó como subteniente, jamás abandonó la oficina de espías del Ejército desde que accedió a su control. No descuidó esa agencia cuando fue segundo jefe de la fuerza ni ahora, que es el jefe del Ejército. Ya como segundo jefe se dio el lujo militar de disentir frontalmente de su entonces jefe, el general Luis Pozzi. Pozzi intentó echarlo a Milani varias veces del servicio activo, pero siempre alguien frenó su mano a tiempo.
Pozzi respondía a su mando natural, el también entonces ministro de Defensa Arturo Puricelli. Al revés, Milani prefirió alejarse de Puricelli y seguir cultivando su excelente relación con la ex ministra de Defensa y entonces titular de Seguridad, Nilda Garré. Garré le abrió las puertas de algunas organizaciones de derechos humanos, pero sobre todo de importantes dirigentes del CELS, que defendieron a Milani durante varios años. Tal vez por su cercanía con Garré, Milani se enfrentó con Berni, el pintoresco teniente coronel que está a cargo de la seguridad y que gastó más tiempo en desestabilizar a la ex ministra que en combatir el crimen.
Hace poco, luego de ordenar la renovación total de las cúpulas militares, Cristina Kirchner se reunió a solas con Milani, en Olivos, durante más de una hora. Habían pasado muchas cosas para ese militar que tiene como vocación la curiosidad por lo que hacen los otros. Puricelli, a quien siempre ninguneó, pasó de un estrepitoso fracaso como ministro de Defensa al cargo de supuesto ministro de Seguridad. Berni, su presunto segundo, es el ministro de Seguridad en la realidad. Es el que ordena y habla en nombre de la política nacional de seguridad. También había llegado al Ministerio de Defensa Agustín Rossi, un político con escasa o nula experiencia en cuestiones militares. Milani vio la oportunidad, por fin, de llevar a la práctica su vieja arenga a los militares. Tenemos que acercarnos al gobierno para volver a crecer, les repitió durante muchos años a sus incrédulos camaradas.
La Presidenta le exigió a Milani que acercara posiciones con Berni. No los quiere ver peleados a los dos militares más importantes de su gobierno. Pero hay algo raro en ese enredo para los códigos uniformados: Milani, un general de división, podría llegar dentro de poco al más alto rango del Ejército, el de teniente general, mientras Berni es sólo un teniente coronel. No obstante, Milani aceptó la condición y se reconcilió con Berni. El temperamento de cada uno de los dos obliga al escepticismo sobre el futuro de esa relación.
A cambio, Milani salió de esa reunión con Cristina Kirchner con dos trofeos. Sabía los nombres de quienes serían los inminentes jefes de las otras dos fuerzas, la Armada y la Fuerza Aérea. Fue él quien notificó informalmente de sus ascensos a esos militares antes de que les llegara la comunicación oficial. Fue un enorme acto de poder según las costumbres militares.
El segundo triunfo consistió en imponer al general Luis Carena jefe del Estado Mayor Conjunto, el cargo más alto en la estructura militar argentina. Esa designación escondía una sorpresa: Carena es general de brigada, un rango inferior al de Milani, y es menos antiguo que Milani. Es decir, tiene la obligación institucional de subordinarse a quien es su jefe natural por rango y antigüedad, Milani, aunque éste tiene un cargo inferior al de él. Una típica ensalada kirchnerista. Hay una segunda sorpresa: Carena es, como Milani, oficial de inteligencia. En síntesis, la inteligencia militar ha tomado el control del Ejército por primera vez en la historia.
Llama la atención que organizaciones de derechos humanos no hayan pedido que Milani contara, por lo menos, su experiencia en Tucumán en 1976, durante el operativo Independencia. Aunque su ayudante de entonces, el soldado Alberto Ledo, es un desaparecido y su madre es miembro de Madres de Plaza de Mayo, Milani tiene, como cualquier otro ciudadano, el derecho a ser considerado inocente mientras no se pruebe lo contrario. Pero era un subteniente de inteligencia y un soldado bajo su mando desapareció. Tenía supuestamente mejor información que otros militares.
Milani circulaba también como oficial de inteligencia entre Catamarca, Tucumán y La Rioja cuando murió en un sospechoso accidente el obispo de La Rioja, monseñor Angelelli. El papa Francisco consideró su muerte como un crimen de la dictadura. ¿Supo Milani qué pasaba en aquellos años? ¿Recuerda la información reservada que seguramente recibió entonces sobre violaciones de los derechos humanos? Ningún juez lo citó nunca como testigo privilegiado de esos crueles escenarios. Ningún fiscal reclamó tampoco su testimonio.
Milani controla casi 400 millones de pesos en fondos reservados para la inteligencia del Ejército. Ha influido también para designar a oficiales de su confianza en las oficinas de inteligencia de la Armada y la Fuerza Aérea. Casi toda la inteligencia militar, no sólo la del Ejército, está bajo su control. La ley indica que las Fuerzas Armadas sólo pueden hacer inteligencia sobre ejércitos de otros países. Los militares tienen prohibido el espionaje interno por tres leyes: la de seguridad interior, la de defensa y la de inteligencia.
O deberían ofenderse los gobiernos de Brasil y Chile (eternas hipótesis de conflicto de los militares locales), o deberían ofenderse los argentinos porque los militares han vuelto a averiguar sobre sus vidas. El nivel de aquellos recursos de inteligencia no tiene ninguna relación con la muy escasa capacidad de acción de los militares argentinos, infradotados en armamentos, tecnología y salarios. Militares bien informados y mal pertrechados, la fórmula para una derrota segura en cualquier guerra, que felizmente no sucederá.
Aceptémoslo de una buena vez: los militares cometerán la ilegalidad de husmear en cuestiones internas y eso tiene dos consecuencias. Es, por un lado, una grave regresión política, una decisión que corresponde a una nación predemocrática. Es también un juego riesgoso, porque los militares nunca volvieron fácilmente a los cuarteles y porque suelen pedirles a los civiles que les devuelvan los favores que hacen. Esos favores se pagan con más poder para ellos. El viejo proyecto de Milani es un círculo que se está cerrando.

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