Que le avisen a los K: el Papa es Bergoglio

El kirchnerismo primero lo negó a Bergoglio, como al Demonio. Luego lo dividió en 2: a Bergoglio lo siguió considerando el Demonio pero a Francisco comenzó a beatificarlo. Después, algunos empezaron a mirar con simpatía también a Bergoglio aduciendo que ignoraban lo bueno que había sido antes. Y ahora han devenido más papistas que el Papa. Los anti-K, en tanto, para contrarrestar a los K quieren que todas las escuelas, calles e iglesias se llamen Francisco o Bergoglio. Nadie piensa en el Papa, sino en cuántos votos tiene el Papa.



por CARLOS SALVADOR LA ROSA
 
CIUDAD DE MENDOZA (Los Andes). Cristina, desconfiada, después de haberlo negado 14 veces (bastante más veces de las que Pedro negó a Jesús) fue a la reunión con Bergoglio, un día antes de que éste asumiera como Papa, con el apriete de Malvinas bajo el brazo.
 
Aunque ahora los suyos -conscientes del error (en realidad, horror) cometido- intentan hacer trascender que no fue ella sino Bergoglio quien sacó el tema y le pidió a ella que lo hiciera público porque estaba enojado con algunas declaraciones del inglés Cameron, lo cierto es que la Presidenta fue con el reclamo malvinero para prevenirse por si Bergoglio osaba criticarla por los desencuentros pasados.
 
Así, si el futuro Papa la chicaneaba, ella lo comprometería con Malvinas, sabedora de que un argentino jamás podrá ser un árbitro imparcial como lo fue Juan Pablo II en el diferendo por el Beagle entre la Argentina y Chile. Pero resultó que Bergoglio no la atacó sino que la recibió mejor que el padre en la parábola del hijo pródigo, y entonces ella se sorprendió.
 
No podía creer que alguien no fuera como ella. No obstante, la estrategia del Papa parece haber resultado, porque Cristina se mostró conmovida. Quizá sinceramente conmovida, tal vez reviviendo dentro de ella ese viejo apotegma radical-peronista de que un viejo adversario es capaz de abrirle sus brazos a una nueva amiga. 
 
Advertido el gobierno de que pelearse con el nuevo Papa era quedarse más aislado del mundo de lo que ya está (lo que no es poco), en un santiamén -haciendo gala de los genes peronistas que aún perviven en algunos de sus miembros- decidió devenir más papista que el Papa, pero no en el sentido en que se suele usar esa expresión, sino en otro más enrevesado: el kirchnerismo decretó que Bergoglio y Francisco no tenían nada que ver entre sí, que el nuevo y bueno de Francisco enterró al viejo y malo de Bergoglio.
 
Que ahora el gobierno devenía fan de Francisco porque es un Papa peronista, no un gorila, jefe de los opositores destituyentes, como era Bergoglio. Cristina seguía siendo la misma Cristina de siempre, no una panqueque, por eso apoya a Francisco, ese que se sacó de encima a Bergoglio, quizá, en alguna medida, gracias a ella. De allí a insinuarle que le diera las gracias, quedaba un solo paso.
 
Sin embargo el macaneo de esta ridícula tesis fue tan colosal que no se la creyó nadie. No sólo que Francisco es Bergoglio porque no cambió nada en relación a como era antes, sino que en todo caso se multiplicó a sí mismo por la magnitud de las nuevas tareas que le competen y por la inmensa exposición pública que hoy hacen ser mundialmente conocidas las cosas que antes pocos conocían, porque Bergoglio nunca se ocupó de que las conocieran. 
 
Pero además, Francisco, o incluso Bergoglio, tampoco son ni fueron peronistas en el sentido en que Guillermo Moreno y una pléyade de oportunistas, tanto del gobierno como de la oposición interna al mismo, pretenden convertirlo. Podrá haber sido o seguir siendo un peronista en el sentido cultural, pero no en tanto partícipe de la interna peronista, que es donde lo quieren meter. 
 
Los anti-K pretenden colgarse de su falda y por eso quieren hacer como hacen los kirchneristas con Kirchner y llenar el país de calles, escuelas e iglesias con su nombre. En sus antípodas, el director de la Biblioteca Nacional, Horacio González, hoy un poco en minoría, lo ve como al representante de la derecha peronista contra el cual hay que librar la batalla cultural. José Pablo Feinmann, superando todos sus últimos delirios (algo dificilísimo, por cierto), lo ve como también vio en los años '70 al último Perón, como un tipo bastante facho al que, no obstante, hay que copar, rodear, para que la derecha peronista no se quede con el pueblo que lo sigue. 
 
Lo que González y Feinmann olvidan es que, a diferencia de los años ’70, nadie quiere irse de la Plaza de Mayo porque ya no hay imberbes. Ahora todos quieren seguir disfrutando de las mieles del poder y saben que la única forma de sobrevivir dentro de él no es manteniendo principios ni odios ni razones ni coherencias, sino cambiando de colores como el camaleón. La ideología del camaleón es la única existente dentro del poder político argentino, el de hoy y el de los ’90. Cambió el color del camaleón pero no el camaleón. Bastó una semana de Papa argentino para probarlo con creces.
 
Por eso, de aquí en más, la lucha no será si Francisco es Bergoglio o es otro. Tampoco lucharán dentro del peronismo los que quieren al Papa versus los que no, porque estos últimos mayoritariamente también se convertirán en papistas y los pocos que no quieran hacerlo volverán a sus casas o se quedarán calladitos para conservar los carguitos. La pelea que ahora intentarán es la de la apropiación del Papa, otra rémora de los ’70.
 
Apropiarse de él implicará gritar dar la vida (por supuesto de mentiritas) por Francisco, para no cambiar ninguna conducta salvo arrodillarse ante él a fin de seguir siendo lo mismo que se era antes, y seguir odiando a los mismos que se odiaba antes. El último Perón, harto de que todas las facciones internas se mataran entre sí en su nombre, llegó a pedir desesperado: “Se terminó la época de gritar '¡Viva Perón!'. Ha llegado la hora de defenderlo”. Menos mal que Bergoglio se fue de la Argentina, porque si no debería gritar lo mismo. Porque todos lo vivarían, pero nadie lo defendería. 
 
Peor que leer la realidad con anteojeras ideológicas es hacerlo con anteojeras del pasado, anacrónicas, reiterar la lectura que hizo la izquierda hoy reivindicada por el kirchnerismo del último Perón, como un viejo facho con pueblo, al cual había que infiltrarlo para sacarle el pueblo. Ahora quieren repetir la misma estupidez con el Papa, esta vez no para sacarle el pueblo sino para que el Papa no les saque el gobierno. Entonces hay que decir que se está con él aunque se siga pensando lo peor de él. 
 
Es ridículo volver a los años ’70, peor volver a los años ’70 cuando se tienen 60 o 70 años de edad, tan ridículo como meter a Bergoglio en una interna muerta hace 40 años. Sin embargo, desde el túnel del tiempo, el camporismo en el poder se propone infiltrarse en el Vaticano para quedarse con los supuestos votos del Papa. La historia no se repite, salvo como farsa, pero esto ya es peor que una farsa, aunque lo que los farsantes ignoran es que cuando en vez de aprender de la historia lo que uno quiere es utilizarla, la historia siempre termina usando al usador para demostrar que no se puede hacer lo que se quiera con ella.
 
Para colmo, cuando todas estas artimañas se van derrumbando unas tras otra, en vez de volver a la sensatez aparecen otras nuevas, más sofisticadas pero igual de peores. Como esa que sostienen quienes afirman que no sabían todas las cosas que Bergoglio hizo por los humildes de nuestra patria. Entonces, magnánimos, le dan una oportunidad al Papa, disculpándose falsamente de su ignorancia. 
 
Y decimos falsamente porque si bien es legítimo que alguien admita no haber conocido las bondades que Bergoglio no dio a conocer, todo se derrumba cuando quien dice eso, a la vez durante los últimos años se la pasó acusando de enemigo, golpista e incluso cómplice de genocidas al hoy Papa; y no se disculpan por eso. En realidad ni siquiera piden disculpas porque descubrieron lo bueno de Bergoglio, sino porque ahora, desde donde está, puede influir en los votos. 
 
Lo que acaba de morir no es el relato K, que sigue vivito y coleando en la falsa inflación, en la guerra contra la prensa crítica o contra la justicia independiente, en la defensa al indefendible de Boudou y en tantas otras cosas. No, lo que acaba de morir es apenas una de sus partes, la que concibió a las luchas políticas de la Argentina actual como una mera continuación de las luchas políticas de los ’70, donde desde el gobierno, ellos, los K, se ponían en una trinchera y obligaban al resto a ponerse en otra, cometiendo una de las tergiversaciones históricas más grandes de todos los tiempos. 
 
Esa falacia cayó, y no tanto por intención de Francisco sino porque su asunción la hizo implotar. Cayó no porque nadie la haya hecho caer, sino por su impostura total. Habrá que ver cuántas otras implosiones vendrán, pero una ya ha ocurrido. El setentismo se derrumbó solo.
 
Sin embargo, a fin de no pecar de pesimismo extremo, no necesariamente todas las reacciones ante el fenómeno Francisco deberían considerarse mero oportunismo. Es muy posible que en los argentinos política y humanamente más lúcidos, K o no K, puedan ir ocurriendo conversiones reales, cuando algunos se den cuenta que una vez que Bergoglio se hizo Papa su tarea ya no será nacional sino universal y que, en el mejor de los casos, lo único que podría aspirar a hacer Bergoglio por su patria chica (en los pocos momentos que pueda pensar en ella) nada tiene que ver con perjudicar al gobierno o fortalecer a la oposición -ni eso ni lo contrario-, sino ayudar a superar el odio artificial, las divisiones maniqueas provocadas desde el poder. 
 
Algo que sólo puede intentar alguien que logre ponerse por arriba de todas las facciones. Y hoy Francisco lo está. Es el primer hombre en la era K que puede ponerse, con autoridad, por encima de unos y otros y hacer que todos o casi todos lo obedezcan. Si le pasa como al último Perón todos se seguirán odiando como se odian aún, pero ahora en nombre de él. Pero si en vez de re-intentar lo que no logró Perón Francisco logra inspirarse en lo que sí logró Mandela, quizá pueda ayudar a deponer los ánimos antagónicos en pos de un nuevo reencuentro o renacer o algo parecido. Esa sí puede ser una bella misión papal para su tierra natal. No una misión política sino espiritual y trascendente. Pero no depende tanto de él como de nosotros.

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