María Elena Walsh: "La ternura es un invento moderno"

María Elena Walsh fue un figura muy gravitante de la cultura argentina, conocida popularmente por su literatura y música para niños pero con una creación más vasta y una formación muy profunda. Es casi ocioso recordar que, al menos en el panorama cultural presente, ella es irreemplazable.


Cuando el diario La Nacion y la editorial Alfaguara decidieron reeditar toda la obra infantil de María Elena Walsh -13 libros: Manuelita dónde vas (1997), El reino del revés (1965), Cuentopos de Gulubú (1966), Dailan Kifki (1966), Tutú Marambá (1960), Chaucha y Palito (1975), Hotel Pioho´s Palace (2002), Canciones para mirar (2000), Pocopán (1977), Zooloco (1964), El diablo inglés (1974), La nube traicionera (1989) y Versos tradicionales para cebollitas (1967)-, la periodista Leila Guerriero entrevistó a María Elena para la revista dominical del matutino:


– La ternura es un invento, querida. 

Sobre la tacita inglesa, sobre el vapor medido del té verde, la que para muchos es la inventora nacional de la ternura dice que la ternura es un invento. 

– Un invento moderno. 

María Elena Walsh tiene, de su propia infancia transcurrida a lomo de los vagones del Ferrocarril del Oeste gracias al trabajo de su padre, una rémora: algunos muebles de su casa actual se disponen paralelos a las ventanas, como suele hacerse en los vagones de tren. No hay en el living mesas en óvalo sedoso, ni banquetitas en círculos blandengues, ni sillitas al bies. Todo es cuadrado y serio y funcional en este piso alto de Palermo. 

– Cuando yo era chica, la relación con los adultos era una relación normal, buena pero distante, porque la ternura no se usaba. La ternura es un invento bastante moderno, de los psicólogos. Ahora la gente se toca, se abraza. Antes no existía esto. Las madres no sabían cómo ser tiernas porque tenían que mantener la distancia para no ablandar el carácter de las hijas, no mimarlas demasiado. Yo tenía con mi mamá buena relación, con distancia. 

María Elena Walsh nació en 1930 en Ramos Mejía. Su padre, descendiente de ingleses e irlandeses, viudo, 50 años, padre de cuatro hijos ya adultos, estaba casado en segundas nupcias con su madre. El matrimonio Walsh tuvo dos hijas. Una de ellas fue Susana. La otra, ese escándalo tímido llamado María Elena, una insurrecta por naturaleza –sumisa por disimulo– que a los 13 plantó bandera, marchó a la Capital para estudiar el secundario en Bellas Artes y desde entonces todo en su vida fue precoz. 

Dolores de crecimiento 

Tuvo una infancia ilustrada, rodeada de libros y de cine. El amor a la lectura la llevaba a hundir los dedos en las aguas contagiosas de los cuentos de hadas, de Las mil y una noches. 

– En mi casa había un ambiente de clase media ilustrada. Gente con sensibilidad hacia el arte, la lectura, la música. Ese es un privilewgio de cuna muy grande. Es como heredar una fortuna. 

Gastó los ahorros de una vida más bien corta editando su primer libro de poemas llamado Otoño imperdonable, pletórico de exquisito dolor adolescente, en 1947, el mismo año de la muerte de su padre: ¨¡Qué de campanas en la sangre siento/ cada vez que me olvido de la muerte!/ Pero sucede que ella no me olvida", decían esos versos. 

– No lo pasé bien en la adolescencia. Es una edad complicada. No me pasaba nada en especial, pero es una edad muy difícil. Y además yo tengo una tendencia melancólica, de pensar en la muerte. Eso solía ser muy de los adolescentes. Ahora se drogan, entonces esas ideas están simuladas. Pero en mi época era en seco, nomás. 

En su época, dice, muchas cosas eran otra cosa. 

– El manoseo de los hombres en la calle, por ejemplo. Era habitual, y de eso no se habla. Una se sentía una cosa digna de ser manoseada. Una vez denuncié a un tipo en la 17. Lo dejaron una noche preso. Pero llegué a mi casa y mi madre estaba espantada, porque habían estado averiguando qué tipo de chica era yo. Si era una cualquiera, no era tan grave lo que había hecho el tipo. Y ese concepto sigue mucho todavía: si era una atorranta, se lo buscó. 

A los 17 años, a pesar de las oscuridades, María Elena despertaba exclamaciones admiradas con su primer libro, publicaba en el suplemento literario de La Nacion y, frutilla del postre, ganaba el Segundo Premio Municipal de Poesía. 

– Me dieron el segundo porque para el primero era demasiado joven, dijeron. 

– Y mujer. 

–Eso ya no lo dijeron. 

– En aquellos años usted noviaba con el escritor Angel Bonomini. 

– Sí. 

– Estuvieron juntos un tiempo largo… 

-Sí. ¿Querés más té? 

En 1948 llegó al país el español Juan Ramón Jiménez. El autor de Platero y yo era un icono, traducido a todos los idiomas, y quedó impresionado con ese segundo premio municipal. Decidió inaugurar, con ella, una beca para escritores jóvenes en su casa de Maryland. María Elena fue dispuesta, tan feliz, pero salió mal. 

–Un tipo difícil, muy depresivo. Por algo lo odiaban todos los poetas. Era muy difícil la relación. Yo era muy chica, y él era un señor muy grande y tan importante. Yo era muy tímida. De todas maneras, lo recuerdo como un maestro. A pesar de las maldades más grandes que decía. Era muy generoso y elogioso y muy alentador. 

– ¿Con usted? 

-No. Conmigo no. 

Juan Ramón la arrasó. En un texto publicado en la revista Sur, en enero de 1957, ella decía: "Cada día tenía que inventarme coraje para enfrentarlo, repasar mi insignificancia, ‘cubrirme de una desdicha que hoy me rebela. Me sentía averiguada y condenada. Suelo evocar con rencor a la gente que, mayor en mundo, tuvo mi verde destino entre sus manos y no hizo más que paralizarlo. Con generosa intención, con protectora conciencia, Juan Ramón me destruía, y no tenía derecho a equivocarse porque él era Juan Ramón, y yo, nadie. ¿En nombre de qué hay que perdonarlo? En nombre de lo que él es y significa, más allá del fracaso de una relación". 

– Era paralizante. Pero volvamos a la falta de ternura: no se le puede exigir ternura a un español de esa generación. Pero teníamos momentos de camaradería, de diversión. Y me atreví a hacer cosas que sólo las pude hacer con su respaldo. 

Por ejemplo, ir a visitar a Salvador Dalí en Manhattan, cuya antipatía quedó plasmada para siempre en una crónica publicada en la revista El Hogar –circa 1949– que dice así: "Salvador Dalí es, en primer lugar, una gran descortesía telefónica, una descortesía cortante y monosilábica, como de burócrata de filme. Su prisa es nada más que una prisa de coleccionista de relojes doblados, que no quiere desdoblar para que no se le vuele el menor ápice de tiempo". Cuando volvió a Buenos Aires escribió con Bonomini un libro llamado Baladas con Ángel, pero poco después esa relación se disolvió.

– Sí, cuando volví…vi que eso no andaba. Esa patria potestad, esa legalidad del hombre para decidir por la mujer, esa falta de compañerismo y de diálogo. Era un producto de la época. Uno se preparaba para esclavizarse y seguir la voluntad del marido. 

Y para no esclavizarse tomó un camino que le pareció natural: marchó a Europa con Leda Valladares, y se quedó allá cuatro años, desde 1952. 

– El viaje a Europa fue también cortar con tanto sufrimiento adolescente y con la situación que ninguna persona, intelectual o estudiante, podía soportar, que era el peronismo. A partir de la muerte de Eva se endureció mucho la censura. No quiero decir que me haya exiliado, pero preferí tomar distancia. 

– Pero usted después se reconcilió con el peronismo. 

-Sí, mucho. Al ver los manejos de la Revolución Libertadora recapacité sobre todo lo que había sido la obra del peronismo, aparte de sus manejos, así, represivos, digamos. Me di cuenta de lo que había representado para el pueblo, que es mucho. Años después viajé por el interior y la única escuela que había y el único puente eran restos de esa época del peronismo. 

Desde 1952 y hasta 1956, María Elena sobrevivió en París en un ambiente y con un oficio que poco tenía que ver con el que había dejado: esta promesa literaria porteña se trepaba con Leda al escenario del Crazy Horse a cantar bagualas y vidalas. Ellas ahí, con su poncho legüero, entre tantas con los pechos desnudos. 

– Me divertí mucho. Había más libertad de costumbres. Uno veía pasar un travesti por la calle y no llamaba la atención. Igual, yo quería escribir. Pero me había abierto de la vida literaria porque no me gustaba. Ahí sí que vi mucha maldad, mucho celo entre escritores. Me asqueó. Hoy sigue siendo más o menos igual. Ese mundo de celos, y codazos y competencia. No me dio gana de seguir cerca de nada de eso. Quería escribir, pero no estar ahí. Escribir para chicos fue como tomar otra ruta. No me interesaba la carrera literaria. Se decía mucho en aquella época. "La carrera literaria." Ahora el tópico es el mercado. "El mercado nos exige…". Aquella era una época de grandes maldades. Los tipos grandes, Neruda, Juan Ramón, Mujica Lainez, era como el Siglo de Oro porque en un lenguaje altamente literario se tiraban con todo. Uno ve las polémicas de los escritores de ahora y dan risa. 

Y fue precisamente allí, en París, rodeada de can can y carnes crudas, donde empezó a escribir su primer libro para chicos, Tutú Marambá, plagado de personajes tan alejados del Crazy Horse y los versos de Otoño imperdonable como podían estarlo Doña Disparate, la Mona Jacinta o la Pájara Pinta, viuda del Pájaro Pintón. Y si uno le pregunta cómo fue que abandonó primero la literatura por el folklore y después el folklore por los chicos, ella dice que tiene etapas. 

– Etapas que se me acaban o se me interrumpen. Me parece sano hacer una cosa con muchas ganas, y dejarla cuando ya veo que me faltan ganas o tengo demasiados inconvenientes, porque no tengo facilidad para escribir. Soy medio trabada y esa tendencia depresiva que tengo va y viene. A veces la gente no entiende eso. Que uno escriba para chicos y sea así. Pero también se espera que los cómicos sean gente divertida. Y yo he conocido a varios de los grandes cómicos y eran amargos y malhumorados y deprimidos. 

Regreso a casa 

Cuando regresó a Buenos Aires, publicó Tutú Marambá y de a poco, alimentada a base de Doris Lessing y Joseph Conrad, empezó a escribir sobre personajes como Don Fresquete, Manuelita o Dailan Kifki. El ciclo se cerró, por ahora, con un total de 13 libros que, desde el próximo 5 de agosto, La Nacion y la editorial Alfaguara reeditan (ver recuadro) y que la hicieron la autora de literatura infantil más sólida en varios países a la redonda. 

–Creo que está bien la reedición de esos libros, porque hay una necesidad de material de juego y cultural lo más estético posible. Es una época en la que culturalmente hay mucha improvisación, entonces un poema para chicos se escribe de cualquier manera. Yo no me creo talentosa, pero tengo una plataforma cultural que la gente más joven puede no tener. 

–¿Tiene contacto con chicos? 

-No, muy poco, pero en lo poco que veo, me fijo mucho. No me fastidian los chicos. Me fastidian los padres que dicen "dale un besito a la señora". Dar besitos no les gusta, pero si estoy sola con tres chicos estoy bien. La diferencia grande en el mundo, querida, es que hay mucha más gente que antes. El mundo está muy superpoblado. Entonces, donde antes se te acercaban diez chicos, ahora son 300 que vienen en forma de malón y están muy contagiados del cholulismo reinante, te atropellan. 

– Ha dejado de escribir columnas de opinión. 

-Sí. Esa etapa está muy interrumpida. No tengo ninguna gana de opinar. Tengo una confusión con toda la situación social, y mucha indignación. 

Esa etapa, ahora interrumpida, puede rastrearse en libros suyos como Desventuras en el País Jardín de Infantes, Diario brujo y Viajes y homenajes, que recopilan artículos publicados desde 1947 y contienen aquella diatriba contra la censura publicada por el diario Clarín en 1979 llamada Desventuras en El-país-jardín-de-infantes. Harta de la prohibición de películas, programas de televisión y libros, Walsh despotricaba allí contra la figura del censor. Aunque el texto tenía párrafos menos recordados ("Que las autoridades hayan librado una dura guerra contra la subversión y procuren mantener la paz social son hechos unánimemente reconocidos. No sería justo erigirnos a nuestra vez en censores de una tarea que sabemos intrincada y de la que somos beneficiarios"), se transformó en bandera de coraje y libertad para muchos adultos que también vieron en sus canciones, como La cigarra, la expresión más acabada de la rebeldía y la dignidad. 

– Las canciones toman el sentido que uno necesita. Si vos necesitás cantar un día La felicidad, de Palito Ortega, le vas a encontrar un sentido. La cigarra empezó a ser un himno de los exiliados, y los familiares de las víctimas, y yo no me imaginaba. 

El idilio del público adulto con María Elena Walsh siguió. Ella dejó de cantar en 1978, y pasó buena parte de la dictadura luchando contra un cáncer óseo al que sobrevivió y que la hizo –más– dura. Sin embargo, la relación con los adultos empezó a resquebrajarse cuando, ya en democracia, dio a conocer el texto La carpa blanca debe tomarse vacaciones, que cuestionaba la eficacia de la protesta docente y hablaba del agotamiento de los símbolos. Y después dijo que la ineficacia radical era peor que la corrupción menemista. 

– En un reportaje por el que casi me matan, predije haciéndome la Sibila que con ese gobierno de la Alianza nos íbamos al abismo. No sabés lo que fue: las radios sonando acá para retarme, que cómo podía decir eso. Y ese gobierno nos llevó al desastre, al corralito. Ahí tuve una ruptura muy grande como ciudadana. Porque esa estafa, que va mucho más allá del dinero, para mí fue no va más, me desintereso de lo que pasa. Que no es verdad, pero me desintereso en función de decir y prever y denunciar. Porque no me sale, no tengo ganas. Fue muy grave eso. Y también es una de las cosas que preferimos borrar y atribuírsela a gobiernos anteriores. Prefiero no hablar de esas cosas. Yo creía superada la etapa de la exposición pública, los reportajes, pero al público le sigue interesando lo que hago, y aunque me escondo un poco, a veces hay que salir al ruedo. Por otro lado, no me gusta que me olviden. Es ambivalente. Todo el mundo detesta a los fotógrafos y los periodistas, pero si no lo llaman, se muere. 

Se recuesta en sus almohadones y, carne de paradoja, dice: 

– No es mi caso, pero…si no me llaman es como si me hubiera muerto. Te soy franca: esa ambivalencia la sentimos todos. 

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