La fórmula del progreso democrático

Hace unos días, en un programa de televisión, Francisco de Narváez dio una breve clase magistral sobre la eficiencia en la gestión. ¡En sus palabras, todo parecía tan fácil! Uno tras otro, sin embargo, vemos fracasar a los gobiernos cuando administran el Estado. Lo que parece tan fácil desde la oposición, ¿resulta tan difícil entonces desde el poder? ¿Por qué gobernar conduce tantas veces al fracaso, en tanto que oponerse se presenta como el anticipo de un éxito inminente, que sólo perece diluirse al día siguiente de haber sido alcanzada la ilusión de la plenitud del poder?


Por Mariano Grondona | LA NACION

La oposición, al desplegarse, conlleva las ilusiones, las esperanzas, de los que aspiran al cambio. ¿Por qué esta perspectiva triunfal empieza a tropezar con una escalada de dificultades no bien se inicia el oficio de gobernar? ¿Por qué lo que parecía tan fácil desde el llano se volvió tan difícil poco tiempo después? El ejercicio del poder, en suma, ¿fortalece o debilita?
Hay respuestas a estos interrogantes, que parecen obvios. Que el opositor se hizo ilusiones, por ejemplo, sobre sus posibilidades efectivas de poder. Que lo esperaban muchas más dificultades que las que había previsto. Que gobernar parece más fácil a lo lejos que desde cerca, con los problemas encima. Que, alimentada por su reciente experiencia de poder, la oposición se ha hecho más sabia, enriqueciéndose con nuevos argumentos.
Parece haber, en este sentido, una ley no escrita, pero efectiva, del "rendimiento decreciente del poder", que sube a medida que éste se acerca, pero desciende inmediatamente después, cuando su objetivo parecía al alcance de la mano, a menos que el poder, en su apetito sin freno, se haya transformado en antidemocrático.
El dilema del rendimiento decreciente del poder no tiene una respuesta satisfactoria dentro de un orden que no sea democrático. Si el que tenía el poder inevitablemente lo irá perdiendo con el transcurso del tiempo, sus posibilidades reales son solamente dos: recuperarlo o perderlo. O, con otras palabras, mantener el poder indefinidamente, convirtiéndose en autoritario o antidemocrático, o disolverse al fin en la nada. Solamente los regímenes democráticos podrían escapar de este dilema mediante el principio de la rotación, gracias al cual, mientras unos suben y otros bajan, la suma del conjunto sigue igual. La suma del conjunto sigue igual a sí misma aunque sus componentes individuales hayan ido variando con el ascenso de algunos y el descenso de otros. Éste es el secreto de la estabilidad o la variabilidad de la democracia: ensayo y error, indefinidamente.
Al terminar estas líneas, una conclusión se nos revela, "rebelde", y es que De Narváez podría haber tenido razón. Lo que vino a decir en su comentada entrevista es que, si el gobernante acierta, en esa medida no puede errar. Lo que pasa es que aparecen tantas dificultades en el curso de su razonamiento que errar será aun así la salida más probable. Suponiendo entonces al gobernante más lúcido y mejor intencionado, sus fallas serían aun así inconmensurables.
Somos imperfectos y falibles, por lo visto, pero aún podemos mejorar. En realidad, lo hemos venido haciendo, trabajosamente, en el curso de los años. La fórmula del progreso democrático es insistir día tras día, año tras año. Si miramos hacia atrás, hacia nuestros aciertos y nuestros errores, hemos progresado. No tal vez como hubiéramos deseado. Pero sí como para que quedara, indemne, la esperanza. Como dice el refrán, la esperanza es lo último que se pierde. Digámosle a Francisco que, pese a nuestras fallas, los argentinos no la hemos perdido.

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