Milagros de amor
La omnipotencia, la vanidad, el egocentrismo y la soberbia son cuatro jinetes de un mismo apocalipsis que, cuando explotan, generan situaciones lamentables que modifican desfavorablemente no solo a quienes los cabalgan sino a los que caen bajo el influjo de esas acciones.
Enrique Pinti PARA LA NACION
Ocurre a menudo con gobernantes que, cegados por su poder, arremeten contra sus gobernados asfixiándolos con medidas extremas que se pregonan como necesarias para el bien común y que, muchas veces, resultan ser peores remedios que la propia enfermedad.
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En planos más domésticos, pero igualmente importantes, estas situaciones se presentan en padres autoritarios que oprimen a sus hijos hasta provocar tremendas venganzas filiales o, por el contrario, en padres ausentes, abúlicos e indiferentes que dejan a sus hijos a la deriva sin el menor apoyo moral expuestos a los peores desvíos. La represión y la indiferencia son las dos caras de la misma moneda o sea "solo me importo yo te ahogo o te abandono porque se me canta y chau".
Es muy difícil ponerse en el lugar del otro pero si no se hace al menos el esfuerzo de intentar ubicarse mínimamente en los zapatos del prójimo y escuchar otras voces y no solo la propia es muy probable que nos quedemos sordos, aislados y solos en medio de las tormentas de la vida.
Todo puede aprenderse, todo puede ejercitarse pero a cierta altura de la vida uno no se puede contar cuentos y fabular situaciones y actos que pueden ser políticamente correctos pero que quizás no estemos preparados para ejecutarlos de manera eficiente.
Ser padres, por ejemplo, puede parecer algo natural cuyo aprendizaje fluye normalmente entre prueba y el error y que regado por el amor, la voluntad y las ganas de vivir puede florecer exitosamente más allá de toda duda. Sin embargo, muchas veces ante numerosos casos de filicidios, abandonos injustificados y malos tratos tanto físicos como psicológicos, la primera reflexión que brota de nuestro sentido común es la de pensar que no todo el mundo tiene las condiciones básicas para educar, guiar, hacerse cargo y cuidar adecuadamente a los seres que han engendrado.
La soberbia no permite analizar nuestras falencias y límites. Podemos ser buenos amigos, excelentes maestros, maravillosos hijos pero eso no quiere decir que podamos ser los mejores padres. Y esto no es ni una tragedia ni una mutilación emocional, ni un estigma. Es una característica, un límite, una cualidad que no tenemos pero que podemos compensar con otras cualidades positivas en otros terrenos. El deseo de ser padres es un impulso humano loable, dar vida siempre lo es, y la lucha de hombres y mujeres por hacer todos los tratamientos médicos en casos de esterilidad o realizar los intrincados y burocráticos trámites para adoptar hijos son empresas entrañables, respetables y dignas de la mayor consideración. Pero también debemos respetar a los que, al no sentirse capaces de ser buenos en esa materia, eligen no asumir una misión tan delicada que cuando se ejecuta mal trae muchos más problemas tanto al padre irresponsable como, y esto es lo más lamentable, al hijo no deseado que hereda amargura y resentimiento. A veces, sin embargo, se producen milagros e hijos sorpresivos y no esperados logran hacer padres ejemplares capaces de descubrir el amor más grande.
Enrique Pinti PARA LA NACION
Ocurre a menudo con gobernantes que, cegados por su poder, arremeten contra sus gobernados asfixiándolos con medidas extremas que se pregonan como necesarias para el bien común y que, muchas veces, resultan ser peores remedios que la propia enfermedad.
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En planos más domésticos, pero igualmente importantes, estas situaciones se presentan en padres autoritarios que oprimen a sus hijos hasta provocar tremendas venganzas filiales o, por el contrario, en padres ausentes, abúlicos e indiferentes que dejan a sus hijos a la deriva sin el menor apoyo moral expuestos a los peores desvíos. La represión y la indiferencia son las dos caras de la misma moneda o sea "solo me importo yo te ahogo o te abandono porque se me canta y chau".
Es muy difícil ponerse en el lugar del otro pero si no se hace al menos el esfuerzo de intentar ubicarse mínimamente en los zapatos del prójimo y escuchar otras voces y no solo la propia es muy probable que nos quedemos sordos, aislados y solos en medio de las tormentas de la vida.
Todo puede aprenderse, todo puede ejercitarse pero a cierta altura de la vida uno no se puede contar cuentos y fabular situaciones y actos que pueden ser políticamente correctos pero que quizás no estemos preparados para ejecutarlos de manera eficiente.
Ser padres, por ejemplo, puede parecer algo natural cuyo aprendizaje fluye normalmente entre prueba y el error y que regado por el amor, la voluntad y las ganas de vivir puede florecer exitosamente más allá de toda duda. Sin embargo, muchas veces ante numerosos casos de filicidios, abandonos injustificados y malos tratos tanto físicos como psicológicos, la primera reflexión que brota de nuestro sentido común es la de pensar que no todo el mundo tiene las condiciones básicas para educar, guiar, hacerse cargo y cuidar adecuadamente a los seres que han engendrado.
La soberbia no permite analizar nuestras falencias y límites. Podemos ser buenos amigos, excelentes maestros, maravillosos hijos pero eso no quiere decir que podamos ser los mejores padres. Y esto no es ni una tragedia ni una mutilación emocional, ni un estigma. Es una característica, un límite, una cualidad que no tenemos pero que podemos compensar con otras cualidades positivas en otros terrenos. El deseo de ser padres es un impulso humano loable, dar vida siempre lo es, y la lucha de hombres y mujeres por hacer todos los tratamientos médicos en casos de esterilidad o realizar los intrincados y burocráticos trámites para adoptar hijos son empresas entrañables, respetables y dignas de la mayor consideración. Pero también debemos respetar a los que, al no sentirse capaces de ser buenos en esa materia, eligen no asumir una misión tan delicada que cuando se ejecuta mal trae muchos más problemas tanto al padre irresponsable como, y esto es lo más lamentable, al hijo no deseado que hereda amargura y resentimiento. A veces, sin embargo, se producen milagros e hijos sorpresivos y no esperados logran hacer padres ejemplares capaces de descubrir el amor más grande.
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